25 de abril de 2024

Catequesis desde el núcleo familiar

Durante una etapa en mi vida, fui mamá catequista. Las circunstancias se acomodaron para que, mientras mis hijas se preparaban para su Primera Comunión, yo pudiera, acompañada de mi bebé, dar catequesis a un grupo de pequeños, ávidos de conocimiento, con personalidades únicas, los tímidos, los inquietos, los líderes, los carismáticos, todos especiales y únicos para mí. 

Traté de que las clases fueran lúdicas, divertidas, con muchas manualidades y actividades que les permitieran participar y aportar, a cada uno, lo que les hiciera felices. Hablarles de la creación, mientras ellos la representaban en una hoja en blanco, fue una experiencia maravillosa. Ver vídeos, leer historias bíblicas a modo de cuentos, platicar de sus experiencias cotidianas, dando un sentido al tema del día, fue todo un reto. 

Disfruté sembrar en ellos la curiosidad por aprender y conocer al Dios amoroso, al Dios creador; rezar juntos el Padre Nuestro, el Ave María; hacer un enorme rosario con palomitas, revelando el significado de los misterios, cantarle a María, reír y convivir. 

Recuerdo, de manera especial, a un pequeño muy inquieto y difícil, siempre quería llamar la atención, cuestionaba y distraía a los demás. ¡Cómo me costó trabajo ponerlo en orden! Sin embargo, ese pequeño nos dio una gran lección. Cierto día, fuimos a visitar una estancia para ancianos; mientras los demás se retraían y dudaban en acercarse, temerosos y recelosos, por las limitaciones y olor del lugar, mi pequeño saludó a cada uno de los ancianos, les dio la mano, platicó con ellos, los abrazó y los hizo reír. Asombrada, lo dejé ser y, en unos instantes, llenó el lugar de luz con sus ocurrencias e hiperactividad, resultó el mejor ángel enviado por Dios a ese lugar. Jamás volví a regañarlo, se convirtió en mi aliado para motivar al resto de sus compañeros. 

Durante el retiro, al final de los dos años de trabajo, hablé con los padres de mis pequeños; les dije que estaba feliz y segura de haber sembrado en sus hijos una semilla que, con el tiempo, agua, sol, tierra fértil y abono, crecería.  

Esta vivencia alimentó mi vida en momentos difíciles; renové mi fe, me acerqué nuevamente a mi Señor Dios, totalmente convencida en que el conocimiento y amor a Él nacen en el núcleo de la familia. Con el tiempo, en un momento de desesperanza, una de mis hijas me invitó a volver a misa; desde entonces, mi vida espiritual ha sido para mí de gran importancia y de búsqueda continua. Allí estaba ella, ahora, regando mi alma y dándome calor con sus palabras amorosas y logrando que mi semilla creciera y diera frutos. 

En nuestra niñez, tuvimos ese primer contacto, nuestra madre, abuela, tía, maestra, religiosa o sacerdote sembraron esa semilla y, aunque por momentos nos hayamos alejado abrumados por el trabajo, problemas, distracciones, desesperanza, miedos y dudas, en algún momento la semilla empezó a crecer en nuestros corazones. ¡Ese niño, que sigue en nosotros ávido de conocimiento, inocente, espontáneo, regresa y nos llena con su capacidad de asombro!  

¡Dejémoslo salir y brillar!  

«Pero Jesús dijo: Dejad que los niños vengan a mí, y no se lo impidáis; porque de los tales es el reino de los cielos» (Mt 19:14). 

Dejad que los niños vengan a mí, así nos lo enseño nuestro Gran Maestro. Continuemos con el ciclo de la vida, sembrando semillas en los corazones de otros; dando amor, sirviendo, acompañando…  

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