Santiago Aranda
Este 6 de enero, se celebra la Epifanía (del griego επιφάνεια, significa: «manifestación»). Es una de las fiestas más antiguas del calendario litúrgico, inclusive más que la Navidad.
Desde tiempos remotos, se han celebrado varias epifanías, algunas de ellas que se celebraban por estas fechas invernales: el bautismo, las bodas de Caná, entre otras.
En el cristianismo, esta celebración se refiere a la revelación de Jesús al «mundo pagano», se representa con la visita de los Magos al pesebre de Belén, según el Evangelio de Mateo. La tradición nos cuenta de tres personajes de Asia, con los nombres de Melchor (Melkin), Gaspar y Baltasar.
La Epifanía es una celebración de Su revelación a los seres humanos. Dios se manifiesta constantemente a los hombres en lo cotidiano, no de manera extraordinaria. Dios crea todo a la perfección: el sol revela a Dios, cuando brilla y da luz y calor; la luna, cuando refleja al Sol; una planta, cuando crea su alimento y realiza procesos de fotosíntesis; un animal, cuando cumple sus roles dentro del ecosistema; etc.
El ser humano manifiesta a Dios, cuando se comporta para lo que ha sido creado: para amar. Lo mismo hace la estrella de Belén que, al manifestarse a los Magos, brilla por naturaleza, anunciando al Hijo de Dios; los Magos la siguen para encontrar al niño. Y, ahí, en la encarnación, en la creación (porque el niño Dios es la creación encarnada), ahí, ven con la mayor claridad a Dios. (Jn 14:9; 1:8; 12:45)
¿Hacia dónde tenemos que dirigir nuestra mirada para ver a Dios? Hacia lo alto, hacia lo profundo (Lk 5:4) para encontrar a Dios, sobre todo, en las manifestaciones constantes de la Creación – la Encarnación. Detenerse a ver las montañas y dejar que se ensanche el alma; ver a los hijos o niños sonreír, disfrutarlo y divertirse.
Podemos encontrar a Dios en aquello que más nos apasiona. Para algunos, será el amanecer; para otros, jugar fútbol; para otros, el mar y, para otros, sus hijos; los más afortunados encuentran a Dios en todo.
Esteban Rosado, M.Sp.S., ejemplifica esta búsqueda, desde la perspectiva de San Ignacio de Loyola, comparándola con la experiencia de entrar en un cuarto oscuro. Al entrar, no buscamos el foco o la lámpara, sino buscamos lo que “prende” al foco o a la lampara, buscamos el apagador. Así, dejemos que la creación sea nuestro apagador o, en este caso, encendedor que prenda nuestras lámparas o corazones, para que conozcamos a Dios, para que nos unamos a Dios.