Cuando pienso en la esperanza, me viene a la mente tanta gente sencilla de nuestro pueblo. En la mayor pobreza, he encontrado una fe que se parece mucho a esa invitación del Evangelio a hacernos “como niños, pues solo tienen a Dios y a la vida misma, desnuda, como recurso.e
¿Cómo es posible que, en el mundo de la abundancia, la comodidad y la estabilidad económica, gente con plena salud física, con oportunidades laborales y de realización puedan sentirse tan desdichadas; mientras que, otros, en condiciones sumamente precarias, que viven al día, luchando con dificultades sociales enormes, ¿puedan encontrar motivos de alegría y experimentarse bendecidos y dichosos? Qué gran misterio…
Un hombre, cuyo hijo de 25 años, drogadicto, está en la cárcel, esperando sentencia, después de una larga conversación, con él y con su esposa, con lágrimas de tristeza y angustia se preguntan: ¿por qué o cómo o cuándo su hijo se enredó en malos negocios? El papá, mototaxista, apenas gana para el gasto diario; le manda a su hijo, de vez en cuando, $100 o $150 pesos, para que pague la celda que comparte con otros siete internos. “¿Y si el dinero se lo está gastando en droga adentro de la cárcel?”. Pero, luego, también, con lágrimas de alegría, me cuentan que su hija acaba de terminar su carrera y, ahora, hará su servicio como odontóloga. ¡La satisfacción, la gratitud, la dicha! Rezamos. Y la vida continúa… el padre va a su grupo de alcohólicos anónimos; me cuenta que su hijo recibió solo ocho años de cárcel. Bromeamos, nos abrazamos, me lleva en su mototaxi y no me cobra.
Una mamá soltera, con cáncer, fue desahuciada por los médicos. Le dijeron que le quedaban tres meses de vida y ya pasaron más de ocho. Me dijo: “lo que yo más anhelo es vivir más tiempo, para ver crecer a mi hijo, que tiene nueve años”. Su hijo es encantador y ella, entre quimioterapias y crisis de salud, trabaja en una embotelladora de agua y es coordinadora de su capilla. Nos contó que, cuando llegó la fecha límite que le habían dado los doctores, se puso de rodillas y entregó su vida a Dios: “Los médicos dicen una cosa, pero quien tiene la última palabra es Dios, Él sabe más que los médicos”. Una vez se quemó la casa de sus vecinos, dentro, estaba un hombre mayor que es ciego; ella fue la primera en darse cuenta, sin dudarlo, entró a la casa en llamas para sacarlo arrastrando.
En la comunidad, un grupo de mujeres pobres visitan a los enfermos de la colonia, que, casi siempre, son los más pobres. Muchas de ellas con esposos, hijos o padres alcohólicos; trabajan como personal de limpieza, o haciendo tortillas. Su servicio es platicar, rezar, cantar, acompañar. Dan lo que son, lo que tienen para vivir. Cumplen, así, el mandato Evangélico: “Denles ustedes de comer”. De la pobreza surge la mayor abundancia posible: el recurso de la ternura, el tesoro de la cercanía, el servicio, la presencia solidaria de Dios en los rincones olvidados del mundo.
Pienso en la esperanza que se esconde, como pozo profundo y abundante, debajo de la mayor pobreza. La vida de los que menos tienen guarda una reserva enorme de confianza en la vida, de imaginación creadora y alegría sencilla, de compasión sorprendente y de extraordinaria capacidad comunitaria.