Cuando la polarización destruye
No es secreto, para nadie, que, últimamente, hemos visto, a nivel general, aunque también de manera cercana, cómo en nuestro entorno social se ha optado por una división polarizante, que llega al punto de ver al prójimo como un enemigo.
Son preocupantes los ejemplos que se ven muy seguido en internet, como el linchamiento digital, que empezó hace unos meses contra el grupo musical mexico-americano, Yahritza y su Esencia, por emitir comentarios ofensivos sobre la comida mexicana; o de las burlas que genera el pertenecer a cierto grupo de fanáticos (o fandom) de ciertos artistas.
Incluso, podemos elevar estos ejemplos a temas un poco más “serios”, como la polarización entre chairos y fifís, de la que, si bien el señor presidente es responsable de fomentarla, también lo son quienes dicen oponerse al gobierno, pues, en ambos casos, se es incapaz de reconocer lo bueno, bello y verdadero que pudiera haber en el “bando contrario”.
Sea como sea, vivimos una época en la que la libertad de expresión y las herramientas que ofrecen las tecnologías de las telecomunicaciones han facilitado a todos emitir una opinión y, aunque esto, por sí mismo, es algo que puede considerarse como bueno, también interpela a darles un uso con responsabilidad, algo que, posiblemente, si hacemos un examen de conciencia profundo, nos daremos cuenta de que, muchas veces, no ejercemos a la hora de hablar.
No está mal emitir opiniones, ni denunciar las injusticias, ni aplaudir o disentir con los demás y pretender uniformar el pensamiento de todos en una sola línea. Sería un insulto al plan divino, que, por algo, dio inteligencia, voluntad y libertad a cada ser humano. Lo malo entra cuando, en nombre de esa libertad, nos olvidamos del principal mandamiento de nuestra religión, que es la caridad.
“¿De qué me sirve hacer todo, si no tengo amor?”, pregunta San Pablo, en la Primera Carta a los Corintios (13, 1-3), y lo mismo nos podríamos preguntar nosotros mismos, cuando pensemos en dañar la dignidad de otro por nuestro nivel de polarización, que nos impide ver, en el “enemigo”, al prójimo, al que Cristo se refería cuando habló del Buen Samaritano (Lc 10, 25-37), al que debemos amar como a uno mismo.
Que nuestros impulsos naturales de libertad no nos hagan olvidar que, antes que todo, somos cristianos y que la única forma en la que se identifica a un verdadero cristiano en el mundo es la forma en la que ama a los suyos y a los extraños.
¡Ánimo firme! ¡Que viva la Cruz (necesitada de prójimos)!