“Nunca, nadie ha hablado como este hombre”
Mi Jesús, te saludo con el amor y la confianza que me das, cada día pasado contigo. Eres la mejor compañía. Me siento emocionado y no me canso de decir que te amo y que me encanta estar contigo.
Yo también puedo decir, como aquellos soldados que fueron enviados para apresarte y no pudieron hacerlo, sencillamente porque quedaron impactados por tu palabra, lo que decías y cómo lo decías. Y dijeron: “nunca, nadie ha hablado como ese hombre”.
Es con la palabra, mi Señor, que liberas, perdonas, sanas, fortaleces y sigues creando. Dice una antigua afirmación: “nada se crea, nada se destruye, todo se transforma”. En la Eucaristía, está ese pedacito de pan sobre el cual se han pronunciado, como memorial tuyo, todo parece igual, ahí estás de forma místicamente, en el pan y el vino consagrados como misterios de salvación: “Tomen y coman… tomen y beban…”.
Seguramente, estos soldados entraron a formar parte de ese humilde grupo de primeros Evangelizadores y cambiaron sus armas por las palabras: “vayan y prediquen la buena nueva del Evangelio, sanen enfermos, expulsen demonios, bautícenlos, adhiriéndolos a mi persona, y sepan que yo estaré siempre con ustedes”.
El “sí” de María entra a formar parte, en ese grupo único de palabras creadoras que conmueven al universo entero. Dijo María sí… y el Verbo se hizo carne. Tú, mi querido Jesús, empezaste a vivir nuestra condición humana, para no dejarla jamás. Y, dentro de esta realidad, una especie de encarnación nueva y permanente, sin estar limitada en tiempos y espacios.