En el número anterior, recuperamos del Catecismo cuatro ideas sobre la Iglesia: ella es el Pueblo de Dios, el Cuerpo de Cristo, la Esposa de Cristo y el Templo del Espíritu Santo. Pues bien, a partir de estos cuatro sentidos, podemos también entender la unicidad de la Iglesia.
La Iglesia es una, puesto que uno solo es el Pueblo del único Dios verdadero. La unidad de nuestra fe se manifiesta en un mismo Credo que todos profesamos, así como en la unidad de sacramentos que celebramos. Como dice el catecismo, la Iglesia se mantiene unida por la profesión de una misma fe recibida de los apóstoles, la sucesión apostólica garantizada por el sacramento del orden sacerdotal y la celebración común del culto divino, sobre todo de los sacramentos (§815).
Más aún, como dijimos anteriormente, nosotros no somos simples seguidores de Jesucristo: el Señor nos entrega su Cuerpo y su Sangre en la Eucaristía y, a través de ella, todos quedamos místicamente unidos a Él. A través del bautismo y la Eucaristía formamos un solo Cuerpo Místico, unido por el Espíritu Santo a Jesucristo, que es la cabeza de la Iglesia. En esa unión, Cristo y la Iglesia se entregan como novios en la noche de bodas.
Además, la Iglesia conforma el templo del Espíritu Santo, quien nos une en nuestra diversidad. Retomando la constitución Lumen Gentium: “el Espíritu habita en la Iglesia y en el corazón de los fieles, como en un templo, y en ellos ora y da testimonio de su adopción como hijos… toda la Iglesia aparece como «un pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo»” (§4).
Por estas razones, decimos que la Iglesia es una, aun cuando se extiende por todo el mundo y, en ella, conviven muchas congregaciones, espiritualidades y carismas. “Hay un solo Cuerpo y un solo Espíritu, […] Hay un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo. Hay un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, lo penetra todo y está en todos” (Ef. 4:4-6).