En este mes de agosto, en la Iglesia celebramos la Asunción de la Virgen María.
En esta solemnidad de la Asunción contemplamos a María: ella nos abre a la esperanza, a un futuro lleno de alegría y nos enseña el camino para alcanzarlo: acoger en la fe a su Hijo; no perder nunca la amistad con Él, sino dejarnos iluminar y guiar por su Palabra.
María es más que una madre, es un modelo de discipulado. Fue la primera discípula de Jesús, una maestra de la fe que, con su ejemplo, nos enseña a ser humildes siervos del Señor.
La vida terrena de María fue un testimonio de humildad y servicio. Ella no busca protagonismo, sino que dirige a los fieles hacia la obediencia y seguimiento de Cristo.
Nuestra aspiración a la vida eterna parece cobrar alas y remontarse a cimas maravillosas, al reflexionar que nuestra Madre Celeste está allá arriba, nos ve y nos contempla con su mirada llena de ternura.
María, con su vida, reaviva en nosotros la esperanza y nos invita a vivir con la fe que ella demostró. María, como madre espiritual, nos enseña a abrir nuestros corazones al amor de Dios y a compartir ese amor con el mundo. Reflexionar sobre María es, por tanto, reflexionar sobre una fe que se centra en Cristo, sobre una vida que es espejo de la luz de Jesús.