¿Qué es el Reino de los Cielos? ¿Con qué lo podemos comparar? Jesús planteó esta pregunta y ofreció respuestas en forma de parábolas. Es como una semilla de mostaza, como la levadura, como un tesoro que un hombre encuentra en un campo, o como un trigal, en el que también crece cizaña (Mt. 13). Estas y otras parábolas sugieren algo muy diferente de los reinos terrenales. El reino del que habla Jesús no es una entidad política, un territorio o una forma de gobierno. ¿Cómo lo podemos entender?
Por una parte, un reino es un ámbito de soberanía. El Reino de Dios está ahí, donde Su voluntad se cumple plenamente, donde Él es Señor. Por otra parte, especialmente para los judíos en tiempos de Jesús, hablar de un reino también implica orden, protección y seguridad. El rey pelea por su pueblo y lo defiende de sus enemigos.
Entonces, primeramente, el Reino de Dios es Jesucristo mismo. En Él, quien da la vida por su pueblo, se cumple plenamente la voluntad de Dios. Jesús dijo a los fariseos: “El Reino de Dios no viene ostensiblemente y no se podrá decir: «Está aquí» o «Está allí». Porque el Reino de Dios está entre ustedes” (Lc. 17:20-21). El Reino de Dios también está en el corazón de quienes hacen Su voluntad. Aquí, debemos evitar banalizar esta idea, que va más allá de ser buenas personas. El Reino de Dios no es de este mundo (Jn. 18:36), es un reino de santidad.
Por lo tanto, el Reino también está en la Iglesia. Ella es Santa porque Dios es Santo y, unida a Jesucristo, hace Su voluntad. La Iglesia, Cuerpo Místico de Cristo, extiende el Reino por el mundo. Sin embargo, este no ha llegado a su plenitud, en tanto que aún crece cizaña con el trigo. Por eso, el Credo se refiere al Reino de Dios, después de mencionar la parusía y el juicio final.
Una vez que Jesús haya regresado a juzgar a vivos y muertos, toda la creación quedará bajo el designio de Jesús. Él tendrá la última palabra, la victoria final. Entonces, su señorío será absoluto, su voluntad definitiva: su Reino no tendrá fin.