8 de julio de 2024

Por los caminos del Evangelio

Fuego, amor, pasión 

Jesús viene, sale del Padre y llega a nosotros y compara: con mi Padre, todo es fuego, pasión, ardor, vida, de la que viene toda vida; llega al mundo con el anhelo de trasmitir ese fuego y esa pasión, que definen al amor que da vida abundante. Por eso, define su misión en traer un fuego devorador, al mundo que ha sido creado con sabiduría y amor.  

Desde pequeño, en su presentación al templo, el santo anciano Simeón lo contempló como “ocasión de escándalo, bandera discutida, piedra de tropiezo, etc.”, y, a su madre María, atravesada con una espada de dolor. 

“Jesús dijo a sus discípulos: he venido a traer fuego a la Tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera ardiendo! Tengo que recibir un bautismo ¡y cómo me angustio mientras llega! ¿Piensan acaso que he venido a traer paz a la Tierra? De ningún modo, no he venido a traer la paz, sino la división. De aquí en adelante, de cinco que haya en una familia, estarán divididos tres contra dos y dos contra tres. Estará dividido el padre contra el hijo, el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra” (Lc 12, 49-53). 

Cuántas veces he llevado este Evangelio y me ha ayudado a descubrir la realidad de nuestra condición humana.  

La propuesta de Jesús es, sobre todo, eso, no nos impone nada. Es el fuego del amor, de la entrega apasionada, que purifica, quita las escorias, renueva entusiasmos y entrega a la fe, como aceptación cordial e incondicional de Jesús. 

Jesús viene a la Tierra para afrontar la realidad, para proponer una experiencia nueva de vida abundante, un proyecto de vida coherente con el querer del Padre. Es el único fuego que entiendo y vivo con Jesús; gracias a ese fuego, que quita cizaña, basura, acomodos, queda la persona limpia como recién salida de las manos del Creador. 

Además del fuego, sale a escena otro elemento: el agua. “Tengo que recibir un bautismo…” Aquí, no serán las aguas del Jordán, sino el fuego del Espíritu, que va llevando a Jesús, de plenitud en plenitud, haciéndonos ver lo enorme de su corazón, la grandeza de su amor que, por nosotros, quería ser ya bautizado. 

Este 15 de agosto, celebramos el triunfo total y definitivo de la Virgen María: su gloriosa asunción, su plena glorificación, porque toda ella fue siempre de Dios, ya que fue concebida sin la pena del pecado original. La admiramos, la felicitamos y le pedimos que se realice en nosotros, lo mismo que estamos ya celebrando. 

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