3 de julio de 2024

Inyecciones de fuego

Concepción Cabrera escucha que Jesucristo le dice: «Cuando cargas la cruz, cargas a Jesús, y el peso de Jesús aligerará el peso de la cruz. Piensa en esto y se suavizarán todas las penas. ¿No quieres llevar encima a tu Jesús?, pues lleva la cruz y sentirás el dulce peso de tu Jesús»1

Todos llevamos una cruz: un sufrimiento, una enfermedad, una preocupación, una limitación, una debilidad moral; la pobreza, la soledad, la ancianidad; una relación difícil, una enemistad, un desprecio, la exclusión, la persecución… La cruz pesa, nos cansa, nos entristece. A veces sentimos que su peso nos aplasta. 

Todos llevamos una cruz. Algunas personas cargan una cruz en la que no está Jesús; la llevan con rabia y odio, buscan afanosamente deshacerse de ella, se lamentan de sus sufrimientos, culpan a los demás, maldicen a Dios… Lo único que consiguen es aumentar el peso de su cruz. Otros –gracias a que Dios nos lo ha revelado– creemos que al cargar la cruz cargamos al Crucificado, aunque no lo veamos ni lo sintamos. Y esto hace que la cruz sea más ligera y más suave. ¿Por qué? 

Porque tiene un sentido. Porque al cagarla compartimos los sufrimientos de Cristo (Col 1,24), lo consolamos y colaboramos con él en la salvación del mundo. Porque la cruz nos santifica al transformarnos en el Crucificado. Porque el Espíritu Santo nos da la fortaleza necesaria para llevarla y nos consuela. Porque al pie de la cruz –la de Jesus y la nuestra– está la Virgen María. 

Visto desde otro ángulo, también podemos decir: cuando estás con Jesús, cuando lo sigues y participas en su misión, allí está la cruz. No hay vida cristiana sin cruz: «Si alguno quiere ser discípulo mío, olvídese de sí mismo, cargue con su cruz y sígame.» (Mc 8,34). ¡Qué ilusorio sería pensar en seguir al Crucificado sin cargar una cruz! 

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