3 de julio de 2024

“Gracias, Dios, porque no soy como los otros hombres…”

Una de las tentaciones más grandes que podemos tener cuando nos acercamos a la Iglesia, ya sea porque empezamos a asistir a grupos parroquiales, a retiros o porque nos adentramos en el estudio de nuestra fe, es que podamos «creernos mejores que los demás». No es poco usual que oigamos a gente decir que, en su radicalidad y cercanía con el ambiente eclesiástico, prefiere no juntarse con ciertas personas. 

Y la realidad es que, cuando eso ocurre, es porque tenemos una concepción de la Iglesia como un «club social» o un «grupo de elegidos»; incluso, en últimos años, se ha escuchado que, en internet, varios se denominan como parte de «el resto fiel» y es que, por intentar defender la pureza doctrinal, podemos llegar a cerrar las puertas y desahuciar (sin decirlo abiertamente) a quienes no se apegan por completo a las normas del catolicismo.  

A veces, podemos decir, de dientes para afuera, que somos igual de pecadores que todos, pero, cuando estamos en la intimidad de nuestro interior, realmente no lo sentimos o agradecemos que, si bien tenemos faltas en ciertos pecados, no cometemos pecados más graves.  

Esta actitud puede recordar al fariseo de la parábola, que Jesús nos propone en el Evangelio de San Lucas (18, 9-14), que agradece a Dios por no ser como otros pecadores y, textualmente, dice que «no es ladrón, injusto, ni adúltero» y que «ayuna dos veces a la semana y paga el diezmo de todo lo que posee». En esa parábola, Jesús plantea la actitud de otro hombre, un publicano, alguien que en ese momento era despreciable por la sociedad debido a su oficio. Al contrario del fariseo, este reconoce sinceramente su condición de pecador y, sin intentar justificarse ante Dios, lo único que sale de su boca es la frase «Oh, Dios, ten compasión de mí, que soy un pecador».  

Nos dice el mismo Jesús que, cuando ambos salen del templo, el publicano bajó justificado, pero el fariseo no. Y es que no debemos olvidar que Cristo vino a la tierra, no por los justos o por los que se creen justos, sino por los pecadores, por esos que, para la sociedad, podrían parecer despreciables, pero que, para Él, son parte de los hijos muy amados del Padre.  

Nos quedan entonces dos preguntas: ¿Me reconozco como una persona igual de pecadora y necesitada de la misericordia de Dios que los demás, o me veo con superioridad moral sobre otros por no haber caído en ciertas faltas? Y, cuando tengo a alguien frente a mí, ¿lo reconozco como un hijo muy amado de Dios y lo trato como tal o primero checo si se apega al catecismo para después tratarlo con cercanía? Solo resolviendo esas dos preguntas en nuestro interior, de forma sincera, sabremos si nuestra religiosidad de verdad implica un seguimiento de Cristo. 

¡Ánimo firme! ¡Qué viva la Cruz!

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