¿Quién no ha amado o se ha sentido amado alguna vez? No me refiero a un enamoramiento pasajero, ocasionado por un atractivo físico o intelectual, sino de un amor realmente fuerte, que implica la voluntad y que ya no se encuentra impulsado por hormonas generadas por nuestro cerebro.
Estoy pensando, tal vez, en un joven que le compra unas rosas a su novia y que va a buscarla a su casa para llevarla a comer, o en aquella abuelita que anhela que llegue el fin de semana para poder ver a sus nietos, mimarlos y darles de comer mientras ven caricaturas, y escucharlos mientras le explican la historia que están viendo. Pienso en aquella madre que se desvela, porque su pequeña hija se encuentra con fiebre y decide atenderla para que se mejore pronto, o en esa pareja de recién casados que ha decidido dar un sí vitalicio ante un sacerdote, convencidos de que, a su lado, tienen a la persona que los ayudará a construir en unidad, santidad… y amor.
Muchas veces, nos incomodamos cuando hablamos de amor hacia otras personas, que no pertenecen a nuestros círculos cercanos, y preferimos taparlo con eufemismos como cariño, afecto, aprecio, o como una sencilla muestra de cordialidad. El cristiano ¡está llamado a un amor sin reservas y sin expectativas! Cuánto bien le haría al mundo si, de verdad, actuáramos con amor en cada una de las decisiones de nuestra vida.
Esto también involucra nuestra vida de fe y nuestra vida en comunidad, como parroquia y como Iglesia. ¿Cuándo fue la última vez que le preguntaste al que está sentado al lado tuyo, en la banca de la misa dominical, cómo le fue en su semana? ¿Sabes cómo se llaman las personas que trabajan en la Iglesia como guardias, personal de limpieza o encargados de oficinas? ¿Sabes el nombre de los que cuidan los coches alrededor, el que vende esquites al otro lado de la calle, o quienes piden limosna en el atrio?
Y, con Dios, cuando oramos, ¿le ponemos tiempo medido? ¿Vamos a misa por verdadero deseo de verle o simplemente como una obligación religiosa o por insistencia de nuestros padres?
No es tarde para empezar a amar, nunca es tarde. Y, de hecho, no hace falta hacer grandes demostraciones. El amor está en los detalles, esos que, en la sencillez, llevan la presencia de Dios de corazón a corazón. ¿De verdad amamos a Dios y a nuestros hermanos como a nosotros mismos? Que esa sea una pregunta fundamental, en esta Cuaresma que ahora empezamos; tal vez, así, comencemos un verdadero camino de conversión hacia la plenitud de Dios.