por En las Sagradas Escrituras, se mencionan varios montes como lugares predominantemente sagrados. Se relata que, en ellos, se llevaron a cabo momentos centrales de nuestra fe. Están cargados de simbolismo: son lugares santos, donde los humanos han entrado en un contacto más cercano y profundo con Dios. Remiten a la unión con Dios, mediante la oración, y a la fidelidad y compromiso con Él; con un significado de ir “hacia lo alto”, buscar a Dios por encima de lo profano y de lo material. En los montes es donde se da la expresión de lo divino (hierofanía), incluso, donde Dios mismo se manifiesta.
Jesucristo nos enseña los Evangelios, subía al monte a orar. Basta recordar momentos trascendentales, como el del Monte de los Olivos (Lc. 9), o el momento de la Transfiguración de Jesús en el Monte Tabor (Mc. 6), o bien la enseñanza de las Bienaventuranzas, conocido antiguamente como Monte Eremos o Tabgha o Arbel (Mt. 5).
En el Antiguo Testamento, también figuran los montes de manera importante: el Monte Sinaí, donde Moisés recibe de Dios las Tablas de la Ley (los Diez Mandamientos) (Ex. 34); o el Monte Moriah, donde Abraham ofrece a su hijo Isaac a Dios (Gen. 22).
Detengámonos en el significado de los montes que implica “subir hacia lo alto”. Subir al monte para orar, para hablar con Dios, es desprendernos del ruido del mundo, buscar un espacio donde solo podamos estar en presencia del Señor, sin distracciones; hacer el esfuerzo para estar solamente en presencia Suya.
Es retornar a la verdadera fuente de vida. Es recordar que es fundamental renacer de lo alto (Jn. 3, 1-8), como Nicodemo, por la fe en Cristo y por ese Bautismo que nos hace hijos de Dios. Tenemos sed de Dios, en la oración, podemos encontrarle; acudamos con confianza a Él y pidamos: “Dame, Señor, esa sana inquietud de buscarte a Tí. Ilumina mi entendimiento y fortalece mi voluntad, para dejarme llevar por el camino de la santificación. Confío plenamente en Ti, Tú sabes lo que necesito”.
