5 de julio de 2024

EL SACRAMENTO DE LA RECONCILIACIÓN.

Durante el año de la misericordia, hubo templos que tenían “la puerta santa”, cuyo objetivo era ganar la indulgencia plenaria. El día que fui a misa y pasé a través de ella, me sentí tan contenta y orgullosa: “ya me había ganado la indulgencia plenaria”. Recuerdo que, al inicio de la misa, el padre celebrante preguntó: – ¿ya pasaron por la puerta santa? Al unísono, se escuchó: – ¡Sí! Siguió cuestionando: – ¿Y, cuánto tiempo les va a durar la indulgencia? ¿Cuántos, de los que estamos aquí, ya juzgaron mal al que está junto a ustedes? ¿Quiénes pensaron y criticaron a esa persona que les cuesta trabajo? ¿Ven lo fácil que es perder la indulgencia? En un segundo, nos había elevado a la cima y, enseguida, nos lanzó al precipicio. Este breve, pero contundente inicio de misa me hizo reflexionar mucho.

Lo importante no es ganar o perder una indulgencia plenaria, lo importante es: tomar conciencia de cómo estamos viviendo nuestra vida espiritual. ¿Cómo nos estamos relacionando con Dios? ¿Creemos que Dios está para que nos resuelva la vida, como el mago Merlín, o, de verdad, somos conscientes de que Dios nos ama y quiere lo mejor para nosotros?  

Reflexiones así nos hacen crecer en la fe. Tomar en serio nuestra vida espiritual implica darse cuenta de los errores de nuestra vida piadosa y repararlos. Y, para esto, la Iglesia pone a nuestro alcance el sacramento de la Reconciliación.

“Os purificaré de todas vuestras inmundicias y de todas vuestras basuras. Os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré, de vuestra carne, el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Infundiré mi espíritu en vosotros y haré que os conduzcáis según mis preceptos”. (Ez.36,25b-26).

El sacramento de la Reconciliación es un momento bellísimo, donde el cielo baja y nuestra humanidad, frágil y pecadora, se unen para ser uno y el Espíritu Santo nos capacita para morir a nuestras miserias y cambiar.  

Sin embargo, hay que tomar conciencia de que la confesión no termina, cuando el padre nos da la absolución, sino que empieza un trabajo de reconstrucción de uno mismo. En la absolución, baja el Espíritu Santo a nosotros y nos capacita para, realmente, morir al pecado que confesamos, terminar con él y nacer de nuevo a una vida en el Espíritu y que se note, en nosotros, sus frutos. “Los frutos del Espíritu son amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, dominio de sí” (Gal.5,22).

Pidamos, al Espíritu Santo, que sepamos valorar el sacramento de la Reconciliación, para vivirlo intensamente y ser capaces de cambiar. Amén.

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