Sabemos que el cristianismo afirma que la perfección absoluta no es una condición para recibir la gracia de Dios. La encarnación de Jesucristo, quien, siendo Dios, también asumió la naturaleza humana, con todas sus limitaciones inherentes, nos enseña, de manera elevada, este principio.
La imperfección humana, lejos de ser un obstáculo insuperable, se convierte en el mismo terreno, sobre el cual la gracia de Dios se manifiesta de manera más palpable y transformadora; basta con leer la Biblia, para darnos cuenta de que hay muchos ejemplos de figuras imperfectas, desde Abraham, hasta David y San Pedro, que fueron elegidos por Dios para llevar a cabo propósitos divinos, a pesar de sus evidentes fallas y debilidades.
Estas figuras bíblicas no solo demuestran la paciencia y la misericordia de Dios, sino que, también, subrayan la idea de que la verdadera fortaleza reside no en la perfección personal, sino en la dependencia humilde de la gracia divina. En este sentido, la imperfección humana se convierte en una ventaja paradójica, ya que crea el espacio necesario, para que la gracia divina entre en acción y transforme nuestras vidas.
La Revelación de la Biblia no se concibe como un fin en sí mismo, sino como un medio, por medio del cual, Dios nos revela quién es Él y para mostrar que los humanos necesitamos la gracia, lo que se manifiesta plenamente en la persona y la obra de Jesucristo Nuestro Señor. En este sentido, la imperfección humana se convierte en una ventaja paradójica, ya que crea el espacio necesario, para que la gracia divina entre en acción y transforme nuestras vidas.
Algunos podrían argumentar que la ley divina, como expresión de la voluntad perfecta de Dios, debería ser reservada para aquellos que son capaces de cumplirla a la perfección. La misión encomendada a los seres humanos en la Biblia implica la responsabilidad de actuar como testimonio de fe en Dios en el mundo, buscando la justicia, la paz y la reconciliación. Esta misión no está reservada para una élite espiritual, sino que es un llamado universal, a todos los creyentes, independientemente de su nivel de perfección o santidad personal.
La imperfección humana, en lugar de ser una barrera para la participación en esta misión, puede convertirse en una fuente de humildad, compasión y empatía hacia los demás. La comprensión de que todos somos pecadores, necesitados de la gracia divina, nos impulsa a ser más tolerantes y comprensivos con las faltas de los demás y a trabajar juntos, para construir un mundo más justo y equitativo.