Una auténtica libertad no se define como ausencia de límites, así como tampoco la lucha contra los tiranos externos y su eliminación. La libertad, auténticamente humana, es un don que nace cuando descubrimos el amor de Dios Padre, brota también de vivir en Cristo y por dejarnos guiar por el Espíritu Santo santificador y vivificador.
Los humanos podemos caer muy fácil y rápidamente en la esclavitud de vicios (recordemos que el vicio es lo opuesto a la virtud, el vicio es un hábito malo). Para alejarse de estas situaciones, es necesario ser conscientes de que Dios nos ama y de que hemos sido rescatados, precisamente por ese amor divino, que nos ha llamado hijos, liberándonos en la cruz de las ataduras de este mundo.
La libertad cristiana no es libertinaje, no es hacer lo que queremos, sino lo que debemos, impulsados por el amor. Cuando San Pablo dice: “Soy esclavo de Cristo” (Rom. 1, 1-15) se refiere a que fue elegido por Dios para ser apóstol y enviado a predicar su Buena Noticia; es decir, solo cuando el cristiano se encuentra viviendo en Cristo, por Él y en Él, la voluntad humana se une al amor y encuentra su realización completa.
El ejemplo de los santos, que han tenido una certeza clarísima de ser hijos amados de Dios, es lo que los ha renovado en los momentos de dificultad, transformando sus temores en certeza y confianza absoluta en el Padre. Cuando somos conscientes de este amor paterno, ningún dolor, temor o rencor puede dominarnos, por lo que podemos afirmar que lo que no nace del amor, no puede hacernos libres. Por eso, la libertad cristiana no es un catálogo de leyes o normas, tampoco es un simple ideal: es una Persona.
Es Cristo mismo. Vivir libres significa vivir en Él, amando como Él, dejándonos guiar por su Espíritu, siendo auténticamente quienes estamos llamados a ser, en la certeza y confianza de ser profundamente amados, lo que nos da la seguridad para ser capaces de vivir sin miedo y sin ataduras, con el amor como único modo de movernos.