Dios ha querido no solo que conozcamos su palabra y vivamos haciendo su voluntad, sino que participemos de su vida divina. Pues bien, el Bautismo es la puerta a esa vida en Jesucristo; como dice el catecismo, es “el fundamento de toda la vida cristiana” (§1213). Por su importancia en nuestra fe es que lo mencionamos en el Credo.
El Bautismo es un renacimiento a una vida nueva: somos liberados de la esclavitud del pecado y convertidos en hijos adoptivos de Dios. Por este sacramento, recibimos al Espíritu Santo y nos volvemos miembros del Cuerpo Místico de Cristo. Así, después de su Resurrección y antes de ascender a los cielos, Jesucristo dijo a sus discípulos: “Vayan, pues, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos. Bautícenlos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt. 28:19). Esto quiere decir que, para ser discípulos de Jesús, no basta con creer en Su palabra, es necesario unirnos a Él.
El mismo Jesús explicó, a Nicodemo, el sentido del bautismo: “Te aseguro que, el que no nace del agua y del Espíritu, no puede entrar en el Reino de Dios” (Jn. 3:5). Como explicamos anteriormente, “entrar en el Reino de Dios” significa gozar de una unión plena con Dios. Para que esto sea posible, debemos volvernos como Él, unirnos a su divinidad. El sacrificio redentor de Jesucristo ha hecho posible que los hombres recibamos esta gracia del Espíritu Santo, este renacer que nos transforma, nos libera y nos sella para siempre.
Por eso es que recibimos el Bautismo siendo pequeños. Más allá de poder asentir conscientemente a la fe, se trata de recibir la gracia transformadora del Espíritu Santo. Recibimos ropa blanca, pues somos seres purificados, así como nuestro nombre, pues Dios establece una relación personal con nosotros. ¡Celebremos y honremos nuestro Bautismo!