Al hablar del desierto, nuestra imaginación nos traslada a una zona llena de arena, sol y sequedad; una zona donde no hay nada que nos sostenga, que nos aliente a vivir; una zona hostil y peligrosa, donde el silencio, la soledad y la necesidad son la naturaleza propia de ese espacio y es eso lo que nos pone en la realidad que somos y la capacidad que tenemos para afrontar tanta adversidad.
En el tiempo de Cuaresma, que es propio de una profunda revisión personal, debemos buscar cómo hacer de nuestro entorno lo más cercano a un desierto; buscar momentos en donde suprimir, lo más posible, aquello que estimule nuestros sentidos y distraiga nuestra reflexión personal; buscar un lugar donde podamos entrar en un profundo silencio y soledad, para poder enfrentarnos a la realidad que hemos construido; quitarnos de nuestra cercanía el ruido, al que el mundo nos ha hecho dependientes: internet, celular, televisión, música, aromas, etc.,
Así, en ese espacio, fuera del control del mundo y de la tentación del maligno, podremos encontrar la verdad de lo que somos y vivimos; el daño que nos hemos provocado; lo corrompido que se encuentra nuestro espíritu, para poder entrar en contacto con lo que le presentamos a Dios, al hacerlo presente, aceptando nuestra culpa y descuido con lo que Él nos ha prodigado.
Este tiempo nos prepara para poder obtener el perdón, la gracia y la restauración, que, por la sangre de Cristo, tenemos, cuando nos confesamos ante el ministro y aceptamos el perdón y la absolución que nos da.
Es, en el caminar por el desierto, donde no podemos esconder nuestra verdad, donde exhibimos la fuerza y realidad que somos, donde encontramos el camino de reconstrucción que nos ofrece la misericordia de Dios, más, también, nos exige la valentía de no ceder ante el desierto y retornar al mundo ávidos de sus promesas.