Alejandra Barrera Segura
Hace tiempo, vi una película, Notting Hill. En una de las escenas, los amigos acuden a la cena que han preparado los familiares del protagonista, para conocer a su novia. Hechas las presentaciones y habiendo disfrutado de la cena, celebran, sentados a la mesa, una de las competencias más entrañables de la historia de las sobremesas.
Dicho concurso consistía en una apuesta sobre evaluar cuál de los comensales tenía la historia más lamentable y, así, ganar el último y codiciado brownie de chocolate que quedaba en la charola.
Cada uno comienza a narrar sus descalabros personales, que van desde una hermana que no se siente atractiva, un hombre desventurado en el amor, una afamada actriz que ha vivido esclava de las dietas y de los reflectores, hasta una mujer paralítica que utiliza su condición como ventaja para ganar la competencia.
A pesar de las historias tristes que se cuentan, el humor nunca decae y, finalmente, Thacker, el desdichado en el amor, y tras varios intentos fallidos por conseguir pareja, es proclamado vencedor indiscutible del brownie.
Lo comparto porque creo que todos, en un momento dado, nos hemos sentido lo suficientemente desafortunados como para considerarnos merecedores del brownie y mi familia no es la excepción. Hemos tomado este fragmento de la película, para ir pasando el pastelito de un hermano al otro, acompañados con cariño y con sentido del humor.