La alegría, no podemos producirla artificialmente ni comprarla; brota del corazón cuando hay razones para ello. Pero sí podemos tener una predisposición para la alegría, y una atención despierta para percibir los múltiples hechos o estímulos, aunque sean pequeños, que podrían brindarnos la alegría que anhelamos.
Esta predisposición es una actitud cultivada a base de ejercicio, pero también es una gracia que podemos pedir a Dios. Así lo hizo la beata Concepción Cabrera: «Yo mucho le pedí a Dios la alegría; era un crimen no tenerla». Estas palabras son la conclusión de lo que ella escribe el día en que su hijo Manuel celebró su primera misa:
Pasé la noche en el oratorio con mi Jesús, y de 2 a 3 hice la intención de oír la misa de Manuel, y de recibir las primicias de sus bendiciones y oraciones sacerdotales. […] ¡Yo, madre de un sacerdote! ¡Dios mío, si me siento anonadada! […]
Santo de Nacho1; comimos juntos […] Todos pensando en la felicidad de Manuel, y le pusimos un cable uniéndonos de corazón a su dicha. Yo mucho le pedí a Dios la alegría; era un crimen no tenerla2.
“Crimen” significa «Delito muy grave (asesinato, atentado, ofensa…) / Cualquier cosa que el que habla considera mal hecha o lamentable»3.
Todo crimen merece un castigo. Si nos cerramos a la alegría, el castigo será nuestra tristeza, pesimismo y mal humor. Y nos iremos avinagrando.
Qué pena que haya personas incapaces de experimentar alegría; por eso corren en busca de placeres, diversiones o de algo con que llenar su vacío interior.
Jesucristo quiere que seamos alegres. Nos dijo: «que mi alegría esté en ustedes, y su alegría sea completa» (Jn 15,11).
La alegría es un indicador de salud mental; también es (debería ser) un distintivo del cristiano.
Si somos alegres, alegraremos a los demás y haremos sonreír a Dios.