Como explicamos anteriormente, los artículos del Credo, referentes a Jesucristo, manifiestan la fe de la Iglesia frente a diversas herejías y, por ello, son la parte más larga y detallada. Una de las principales herejías que se combatieron en el Primer Concilio de Constantinopla (381 d. C.) fue el arrianismo. Según este movimiento, el Hijo de Dios no es eterno ni divino, como el Padre, sino que fue creado (tiene un origen temporal) y está subordinado a Él.
Esta herejía contradice lo que Jesús dijo sobre sí mismo. Son particularmente claras sus palabras, en el Evangelio de Juan. Por ejemplo, en el capítulo 8, Jesús se identifica a los judíos con el nombre que Dios reveló a Moisés: “…si no creen que Yo Soy, morirán en sus pecados” (8:24); “Les aseguro que, desde antes que naciera Abraham, Yo Soy” (8:58). Más adelante, en la última cena con sus apóstoles, Jesús ora de esta forma: “Ahora, Padre, glorifícame junto a ti, con la gloria que Yo tenía contigo antes que el mundo existiera” (17:5).
Con estas palabras, Jesús nos revela que Él es Dios de Dios. Existe desde antes de todos los siglos (o sea, es eterno como el Padre). No fue creado, como nosotros o los ángeles; es engendrado por el Padre y, por lo tanto, es de su misma naturaleza (Dios verdadero de Dios verdadero). Además, es el Verbo, por quien todo fue hecho. “En el principio, era el Verbo y el Verbo estaba ante Dios y el Verbo era Dios. Él estaba ante Dios en el principio. Por Él, se hizo todo y nada llegó a ser sin Él” (Jn. 1:1-3).
Hay muchos otros signos de la divinidad de Jesucristo: su nacimiento de una mujer virgen, su transfiguración ante Pedro, Santiago y Juan, o sus múltiples milagros. Sin embargo, la prueba irrefutable es su Resurrección. Solo Jesucristo, siendo Dios, podía haber vencido a la muerte. Así, al preparar el nuevo cirio en la Vigilia Pascual, el sacerdote dice:
Cristo ayer y hoy,
Principio y Fin
Alfa y Omega
Suyo es el tiempo y la eternidad
A Él, la gloria y el poder
Por los siglos de los siglos.