Segunda crónica de la ordenación diaconal de los H.H. Humberto Ruíz, Raúl Ruíz, Gustavo Hernández y Diego Guevara, MSpS
Luego de la proclamación de la Palabra de Dios, los candidatos al diaconado fuimos presentados públicamente. Al momento en que el P. Lino Ruelas, MSpS y vicario general, nos presentaba uno a uno, interiormente caíamos en la cuenta de que, más que una dignidad, nuevamente se trataba del amor sin límites de Dios, que era el que nos había puesto en ese lugar. Y era precisamente a ese amor al que queríamos responder, no desde nuestra dignidad por ser elegidos, sino desde la osada confianza de que, en nuestra fragilidad, ese mismo amor de Dios es el que habrá de responder y triunfar una y mil veces por nosotros, en beneficio de todas las personas a las que nos envía.
Así daba inicio el momento central de la celebración: el rito de la ordenación.
La homilía reforzaba eso que ya latía dentro de nuestro corazón, y que ahora nuestro hermano, Mons. Gustavo García, se encargaba de procesar y formular en bellas expresiones. El diálogo entre Jesús y Pedro es muy significativo, nos recordaba Mons. Gustavo: «Jesús no se fija en nuestras caídas, sino que nos ofrece una nueva oportunidad para amar y servir. Pedro es llamado, no por su perfección, sino por su disposición a amar. Así nosotros somos llamados, no por méritos humanos, sino por amor. Como Pedro, hemos dicho: “Tú sabes que te quiero”». A lo que Jesús nos responde e invita: Apacienta mis ovejas.
Asimismo, Mons. Gustavo nos animaba a recuperar estas palabras del difunto Papa Francisco:
«El Señor los invita a acompañar, no como funcionarios, sino como discípulos enamorados, apasionados por Dios y su Reino. En los rostros de nuestros hermanos y hermanas, especialmente los más vulnerables y descartados».
Si tenemos dos grandes referentes a propósito del amor, son nuestros padres en el espíritu: Conchita y Félix de Jesús. Desde aquí, Mons. Gustavo también evocaba su testimonio en el amor y cómo ambos captaron que «la vida no es vida si no se da», ya que —a ejemplo de ellos y conforme a la Espiritualidad de la Cruz que profesamos— «nuestra vida ha de ser una constante donación», dado que «hemos abrazado la vida del servicio, no del prestigio».
Para cerrar su homilía, Mons. Gustavo enfatizaba algunas recomendaciones que sentimos como vitales:
«Hoy no comienza una función, comienza una oblación. Hoy no se enaltece a una persona, hoy se enciende una llama. Hoy no se recibe un título, se recibe una cruz, pero una cruz fecunda que se inmola para que muchos vivan. Ustedes son alternativa de vida. No lo olviden».
A través del ministerio que se nos estaba concediendo, no nos estaban dando poder, sino —a ejemplo de Jesús— una toalla y una jofaina para lavar los pies del pueblo. Ese era el sentido más profundo de las palabras que nuestro hermano nos dedicaba esa noche:
«Vivir de amor. Así, simplemente amar. Que nuestra vida sea una vida de amor. Por tanto, decirle a Dios y al hermano: “Te amo, te amo, te amo”… pero desde el servicio».
Las palabras que nos dedicaba nuestro hermano arzobispo encendieron nuestros corazones y nos preparaban para el momento siguiente dentro de la liturgia de la ordenación.
Luego de ponernos de pie, recibimos la bendición de nuestros papás. Acto seguido, delante de Mons. Gustavo, nos comprometíamos a seguir a Jesús como diáconos, manifestando libremente colaborar por medio del ministerio diaconal en beneficio del pueblo cristiano.
Tras expresar nuestras promesas de fidelidad al Evangelio y de obediencia al obispo, nos postramos rostro en tierra mientras la asamblea entera invocaba a todos los santos para implorar su ayuda en estos sagrados y delicados compromisos que acabábamos de contraer, sabedores de que solo la oración del pueblo de Dios y la intercesión de los santos es lo que nos podrá sostener.
Terminadas las letanías, cada uno de nosotros pasó a hincarse delante del arzobispo para recibir la imposición de las manos. Mientras tanto, todos los asistentes continuaban en profunda oración para que el Espíritu Santo derramara las gracias que necesitamos para ejercer nuestro diaconado. Al finalizar este bello gesto —que el mismo Jesús tenía con los suyos y del cual hemos sido herederos—, regresamos con nuestras familias para revestirnos como diáconos. Distintos hermanos Misioneros nos recibían formalmente en el ministerio y nos colocaban la estola.
Así concluíamos el rito de la ordenación, nuevamente delante del obispo, quien nos entregaba el Evangeliario y nos encomendaba la tarea de proclamarlo a todas las personas y de vivirlo con dignidad. A partir de ese instante, pasamos al altar y comenzamos a ayudar como diáconos en las tareas que nos son propias dentro del servicio litúrgico: asistir a nuestros hermanos presbíteros en la Eucaristía, particularmente en la preparación y purificación de los vasos sagrados, y auxiliarlos con el Misal Romano.
La celebración eucarística continuó con la normalidad acostumbrada; lo único que ahora cambiaba era que cuatro hermanos se habían comprometido a seguir radicalmente a Jesucristo como diáconos al servicio de la Iglesia y comenzaban a ejercer parte de este compromiso a través del servicio al altar.
De nuestra parte, no salimos de la parroquia para degustar los tamales que nos habían preparado, ya que por espacio de más de una hora, muchos de nuestros familiares, seres queridos, colaboradores de pastoral y acompañantes de camino se acercaban y esperaban pacientemente para felicitarnos y regalarnos un abrazo acompañado de hermosas palabras de cariño, compartiendo hondamente nuestra alegría y conmovidos por este paso que habíamos decidido dar.
Al final de cuentas, la constatación de la celebración de esta ordenación diaconal estuvo en el grande amor de Dios, que se expresó litúrgicamente pero que se hizo evidente en la vida a través de todo el amor que recibimos de parte de quienes celebraron junto con nosotros. Mucha gente se alegra con nosotros, y nuevamente confirmamos que, antes de la pregunta de amor que Jesús nos hace, Él mismo nos regala muestras palpables de todo el amor que siente por nosotros, sus hijos, y que en ese precioso momento nos revelaba. Conscientes de ese amor tan grande —que es siempre iniciativa de Dios— decidimos dar este paso, confiados en que Él nos volverá a manifestar su amor cada vez que lo necesitemos, y asumiendo que nuestra respuesta habrá de ser desde ahí: desde el habernos sentido profundamente amados y llamados por Él a seguirlo.