Crónica de la ordenación diaconal de los H.H. Humberto Ruíz, Raúl Ruíz, Gustavo Hernández y Diego Guevara, MSpS
El pasado sábado 28 de junio de 2025, en punto de las 19:00 hrs., la parroquia de la Santa Cruz del Pedregal fue sede de un emotivo acontecimiento: cuatro hermanos religiosos, Misioneros del Espíritu Santo (MSpS), fueron admitidos para recibir el orden del diaconado por manos de S.E. Mons. Gustavo García Siller, arzobispo de San Antonio, Texas.
En el marco de un día bastante lluvioso en la CDMX, la gente empezó a congregarse en la parroquia alrededor de las 18:30 hrs. El aguacero no fue impedimento para que unas 800 personas se dieran cita para celebrar, junto con nosotros —los hermanos Humberto Ruíz, Raúl Ruíz, Gustavo Hernández y Diego Guevara, MSpS— este importante acontecimiento para nuestras vidas y de cara al llamado que hemos comprendido que Dios nos hace en nuestra amada Congregación: seguir radicalmente a Jesucristo, Sacerdote y Víctima, como Misioneros del Espíritu Santo, para transformarnos en Él, por el momento, sirviendo al pueblo sacerdotal que se nos encomienda como diáconos transitorios.
Como el rito lo marca, minutos antes de dar inicio a la celebración de ordenación hicimos nuestra profesión de fe delante de nuestro hermano arzobispo, Mons. Gustavo García, MSpS. Los hermanos presbíteros Misioneros del Espíritu Santo que en ese momento se encontraban en la sacristía fueron testigos de esta adhesión pública al Evangelio. Momentos después, la comitiva de sacerdotes, religiosos y acólitos nos dirigimos al altar en procesión. Nosotros, hermanos cuasidiáconos, entramos acompañados de nuestros padres en un signo de entrega a la Iglesia y tomamos asiento en las primeras bancas de la parroquia, donde ya nos esperaban el resto de nuestros familiares.
Cabe decir que, aunque la última etapa de nuestra formación la realizamos en la CDMX, en realidad provenimos de distintas partes de la República. El H. Humberto es originario de Tepeapulco, Hidalgo; el H. Gustavo, de Tlaunilolpan, Hidalgo; el H. Raúl, de León, Guanajuato; y el H. Diego, de Guadalajara, Jalisco.
Una vez dispuesta la asamblea, nuestro hermano el P. Giancarlo Tomao, MSpS y párroco de la Santa Cruz, tomó la palabra y ofreció una cálida bienvenida a todos los presentes, agradecido especialmente por la presencia de nuestro hermano arzobispo Gustavo. Un gran número de las personas que participaban de la celebración provenían de los grupos que conforman las pastorales de la Parroquia de la Santa Cruz del Pedregal y del Centro de Espiritualidad San José del Altillo, espacios donde ejercemos principalmente nuestro servicio. Sin embargo, también se encontraban con nosotros sacerdotes, religiosos, religiosas, familias y, sobre todo, jóvenes de distintas partes de la República donde nos ha tocado servir a lo largo de nuestra formación como religiosos; personas que han sido parte vital de nuestros procesos vocacionales.
Desde el inicio de la celebración, Mons. Gustavo enfatizaba la intención más honda de la misma: «suscitar vocaciones a la vida religiosa, especialmente como Misioneros del Espíritu Santo, para que la vida consagrada pueda ser apreciada como un camino de santidad para los jóvenes». Asimismo, la oración colecta de la celebración instaba a todos los presentes, particularmente a nosotros como candidatos al diaconado, a pedir la gracia del servicio en el ministerio que solicitábamos, «siendo infatigables en la donación de nuestra persona, constantes en la oración y alegres y bondadosos en el ejercicio del ministerio».
Cuando pensábamos como grupo acerca de las lecturas que podían ser propicias para la Eucaristía, nos encontramos con que la liturgia del día correspondía a la Solemnidad de San Pedro y San Pablo. Al revisar las lecturas, nos dimos cuenta de que no solo eran adecuadas para el ministerio que solicitábamos, sino profundamente inspiradoras y orientativas en lo que, de ese momento en adelante, habría de marcar la pauta en el servicio: el amor total y confiado a Jesucristo, Aquel que nos llamó desde el inicio en esta aventura y Aquel que, en las alegrías y en las dificultades, siempre se nos ha revelado como el garante absoluto de nuestra vocación.
Por tal motivo, la triple pregunta que el Evangelio de Juan pone en labios de Jesús hecha a Pedro, «¿Me amas?», constituye no solo el título que le quisimos dar a nuestra invitación, sino el motivo fundamental de todo lo que hasta ese momento ha sido nuestro proceso dentro de la Congregación y que ha de ser testimoniado a futuro: la respuesta a ese amor primero, tan grande y tan fuerte, que nos ha abrazado desde el seno de nuestras familias, pasando por toda nuestra historia y que, en nuestros noviciados, queda grabado en una piedra a los pies del altar, por ser la máxima recomendación hecha por nuestro Padre, Félix de Jesús Rougier, a todos los que se inician en el caminar como Misioneros del Espíritu Santo: «Habéis venido a aprender a amar».
De este modo, la pregunta por el amor que Jesús le hace a Pedro se nos devuelve infinitas veces como un cuestionamiento interior, ya desde nuestra preparación como Misioneros, y ahora queda grabada en el corazón, como certera clave de vida como servidores de la Iglesia: como Misioneros del Espíritu Santo, hemos de volvernos misioneros del Amor que habitó a Jesús.