El servir es un acto de entrega y atención a la necesidad que nos manifiestan las personas que tenemos a nuestro alrededor. Nos lleva a atender, con cuidado y delicadeza, a aquel que nos hace presente lo que necesita, aquel que confía en Dios para que mueva nuestro corazón y lo atendamos, porque no puede obtener por sí solo aquello que, en ese momento, requiere.
El servicio es el signo más confiable del amor y respeto al otro, porque podemos percibir sus necesidades y su incapacidad para resolverlas. Nosotros podemos acercarnos a él, tenerlo presente en nuestra vida, escucharlo y acompañarlo, reconociéndolo como alguien que recurre a nosotros en ese momento.
Al entender su realidad y darle un espacio en nuestra vida, ofreciéndole alguna respuesta desde nuestras propias posibilidades, respetando su voluntad y su dignidad, estamos aplicando las enseñanzas de Jesús, al aceptarlo tal cual es, sin juzgarlo.
El amor es ver al otro como reflejo nuestro, ver nuestras semejanzas y comprender cómo estas nos hacen sentirnos cercanos e identificados con él; es poder darle respuesta a su realidad desde nuestra propia experiencia y entendimiento, porque sabemos que, tal vez, alguna vez podríamos estar en sus mismas condiciones; es todo aquello que podemos ofrecerle para atenderlo.
Amar es el conjugar nuestra presencia, en plural, porque estamos presentes en el otro y el otro está presente en nosotros; amar es dejarnos interpelar por su propia realidad, para que, unida a la nuestra, se hagan una.
El signo del amor vuelto servicio es ver a Cristo en la cruz, pues Jesús ha dado su vida en servicio al hombre. Por amor, da su vida en servicio; por amor, resucita y nos abre las puertas del cielo para compartir la eternidad.
El ministro ordenado ofrenda su vida, en servicio de la iglesia, por amor al pueblo, dado por Dios; se ofrenda en atención a sus necesidades, en oración, intercediendo por los fieles confiados a él, en cercanía, para conocerlos y guiarlos por la senda que conduce al encuentro con Dios.