Recientemente, escuché una canción que se llama Árbol Sureño. Me conmovió profundamente. Es uno de esos poemas que tocan el alma, sin saber bien por qué. Te comparto la primera estrofa:
En el claro, a los pies de mi sombra
El ciervito asustado se esconde
Y respira consuelo el cansado
Y los pájaros silban Tu nombre
El lugar de mi alma es Tu alma
Arbolito sureño en Tu bosque.
¿De qué te habla a ti este poema? A mí, me ha hecho pensar en la vocación. Me pregunto qué es lo esencial del llamado que he recibido, el hilo que conecta mi historia. Y veo que, en el fondo, lo que sostiene mi vocación es una relación.
No ha sido una misión o un trabajo lo que ha dado sentido a mi vida consagrada, sino un vínculo que me enraíza y me da pertenencia y, al mismo tiempo, me mantiene en búsqueda, nostálgico, porque siempre es mayor. “El lugar de mi alma es tu alma”. ¿Cómo puedo habitar en Dios y al mismo tiempo vivir como exiliado?
Enamorarse de Dios es empezar a verlo en todo, como cuando te enamoras y todo te recuerda a la persona amada. Así, relación y misión se vuelven una sola cosa. La misión no es llevar a Dios, es reconocerlo donde ya está: en lo cotidiano, en lo pequeño, en lo que no brilla. Si reverenciamos su presencia en todo y en todos, nuestros gestos tendrán el tono del Evangelio.
Creo que la vocación se realiza cuando descubres ese modo de ser y estar, donde puedes ser tú mismo y dar vida a otros. “Arbolito sureño en Tu bosque”: ser lo que eres, en Tu lugar, con Tus límites, que también son posibilidades.
El trabajo pasará. No es el hacer, sino el ser y estar lo que define tu vocación. Si vives desde tu arraigo en el amor, otros respirarán consuelo. Y, si tus exilios te encuentran en búsqueda sincera, podrás acompañar a otros en los suyos.
¿Cuál es tu vocación? ¿Dónde se concreta? Deja que tu vida hable. Dios ya conoce tu nombre. Y un día te irás, asombrado y callado, a Su encuentro.