La parábola del hijo pródigo es una de las más famosas y reconocidas, de las que se encuentran recogidas por los Evangelios. Esta nos habla del perdón y de la acogida amorosa y misericordiosa que un padre tiene con su hijo, después de que este malgastara toda su herencia en un país lejano y decidiera volver por una hambruna que se vivía en dicho país.
Sin embargo, siempre me ha parecido curioso que la mayoría de las reflexiones de esta parábola sea sobre la misericordia que muestra el padre a su hijo menor, pero que poco se hable de la actitud que toma el hijo mayor por la alegría del padre, reprochando que, a él, nunca le han dado “ni un cabrito” para comer con sus amigos, y despreciando la vuelta de su hermano menor.
Bien sabemos que los Evangelios no recogen palabras en vano pronunciadas por Jesús, y que nada de lo que Él dijo debe pasar desapercibido. ¿Qué querrá decirnos, entonces, con esta parte de la parábola del hijo pródigo?
En el hermano mayor, podemos ver reflejada la tentación, que pueden llegar a tener los que no han pasado por un proceso de conversión explícito y que siempre han permanecido “cerca de Dios”. Esta tentación es la falta de misericordia y el endurecimiento del corazón hacia el hermano sufriente y que busca a Dios de manera sincera, que, además, deriva en un desprecio por la alegría y recibimiento de Dios hacia estos que, a veces, son considerados parias por quienes se llegan a considerar “puros”.
Es a esto a lo que muchas personas, entre ellas el papa Francisco, se refieren cuando dicen que prefieren ser constructores de puentes a constructores de muros. Que nuestra actitud hacia nuestros hermanos pródigos sea de misericordia y alegría, incluso aunque, ante ojos humanos, su proceso de conversión sea “imperfecto”.
¡Ánimo firme! ¡Qué viva la Cruz (abierta y misericordiosa)!