«¡Adelante! No se detenga, no se canse, no mida lo que ha andado, ¡siempre arriba sobre el Corazón de María!», le dice Concepción Cabrera al hermano Edmundo Iturbide, MSpS. ¡Qué sabio consejo! Me detengo en «no mida lo que ha andado».
En la vida espiritual, una tentación recurrente, en la que con frecuencia caemos, es mirar el camino recorrido. ¿Por qué es tentación? Porque es mirarnos a nosotros mismos, en lugar de tener los ojos fijos en la meta o fijos en Jesucristo (cf. Hb 12,2). Porque si, según nuestra percepción, hemos andado mucho podemos llenarnos de orgullo y regodearnos en nuestra generosidad y virtud. Y si, según nosotros, hemos avanzado poco, nos hemos detenido o hemos retrocedido, entonces podemos entristecernos, desanimarnos, enojarnos con nosotros mismos o con Dios o con lo que sea, y abandonar la marcha.
En su carta a los filipenses, San Pablo describe la meta de la vida cristiana: llegar a ser como Jesucristo (cf. Flp 3,10). E inmediatamente dice:
No que ya lo tenga conseguido o que ya sea perfecto, sino que continúo mi carrera para alcanzarlo, como Cristo Jesús me alcanzó a mí. […] Una cosa hago: olvido lo que dejé atrás y me lanzo a lo que está por delante, corriendo hacia la meta, al premio a que Dios me llama desde lo alto en Cristo Jesús. […] Desde el punto a donde hayamos llegado, sigamos adelante (Flp 3,12-14.16).
Por medio de San Pablo, el Espíritu Santo te dice y me dice: olvida lo que dejaste atrás y lánzate a lo que está por delante. Y por medio de Concepción Cabrera, te dice y me dice: «¡Adelante! No te detengas, ¡siempre arriba!»
Fijemos nuestra mirada en la meta, y dejemos que ella nos atraiga, suscite en nuestro corazón el deseo de alcanzarla y reavive nuestras fuerzas (cf. Is 40,31). Y caminemos o corramos hacia esa meta sin detenernos ni medir lo andado.