La esperanza del cristiano no es cualquier tipo de esperanza, porque no es el fruto de nuestras propias fuerzas. Es un regalo que el Espíritu Santo derrama en lo más profundo de nuestro ser, porque, en el camino que se recorre desde la paciencia hasta la excelencia de la virtud, surge la esperanza, que es más alta. San Pablo lo explica así, en la Carta a los Romanos (5,5): “La esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones, por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado”.
San Pablo mira a la esperanza como algo que no brota de la acumulación de méritos; es una virtud mucho más grande. Si la paciencia y la excelencia de la virtud son frutos que nacen del esfuerzo y la buena disposición en las dificultades, la esperanza, como virtud teologal, ha sido depositada en nosotros en el Bautismo, como don de Dios, y no está ligada a las emociones ni a la lógica del mundo material.
Cuando la esperanza llega a nuestras vidas y nos hacemos conscientes de este don, ya no vivimos de lo pasajero y de lo meramente humano; gracias a este gran regalo, es posible pensar con esperanza, sentir con esperanza, querer y amar con esperanza, porque permitimos que nuestra existencia quede empapada de ella.
La esperanza verdadera no es simplemente un consuelo o un ideal. Es una certeza de vida, un ancla en medio de la dificultad. Nos ayuda a caminar por la vida con la seguridad de que todo tiene un propósito, de que nada es inútil, incluso los caminos que no elegimos y que pueden llevarnos a una plenitud en Dios.
Cuando la tribulación toca nuestras vidas y las seguridades se tambalean, pareciera que Dios nos está invitando a hacer un retiro espiritual; es tiempo de detenernos, reflexionar y preguntarnos: ¿Estoy viviendo conforme a la voluntad de Dios o según mi voluntad? Porque, en realidad, vivimos de Dios, sostenidos por la certeza de que su amor nos envuelve, aunque todo parezca oscurecerse. El don de la esperanza es la promesa de que no estamos solos, de que el amor de Dios, derramado por el Espíritu Santo, nos sostiene: “Todo lo puedo en aquel que me fortalece” (Fil. 4, 13).