Por los caminos del Evangelio
P. Sergio García, M.Sp.S.+
Las cosas que pasaron en Caná no han sucedido en ninguna parte. Pueblo pequeño Caná, famoso por una boda y sus invitados: Jesús, los discípulos y María. Jesús, que quería completar la revelación de su persona a los suyos, María, que está atenta, como buena mujer, a lo que se pueda necesitar.
Me asomo a cada rincón de este Evangelio y no veo, por ninguna parte, a la novia, que suele ser el centro del espectáculo. El novio solo aparece como un mal calculador; el maestre solo aparece como testigo de algo insólito, nunca visto: primero, el vino malo y, cuando ya nadie se da cuenta de nada, el vino nuevo. Esto sucede por primera y única vez.
¡Todo un símbolo! Aparece una invitada de excepción: María, la madre de Jesús, como garantía de que ahí no habrá ni vergüenzas, ni escasez, ni penuria de algo nuevo y en plenitud. De sus labios, sale una de las invitaciones más dignas de aceptar: “hagan lo que Él les diga”.
Él es su Hijo, al que parece no interesarle lo más mínimo el que falte el vino, pero sí le importa la plenitud de los signos, el primero para que sus discípulos crean en Él.
En Caná, sucedieron cosas especiales: el agua de las purificaciones no se usa, el vino de la boda falta, los invitados están abiertos, tanto al buen vino como a la fe que llena todas sus expectativas.
Aquí, creer es lo que toca, en que se anuncia una nueva alianza, que hay una forma nueva de amor, que el poder de intercesión es grande, que se pueden adelantar los relojes, para que den la hora, la que el Padre ha señalado en eternidad metida en el tiempo.
Caná es punto de partida: alianza, vida nueva, vino abundante, el primero de los signos: “Es Él, es Él el que había de venir”. Caná no envidia ni a Belén ni a Nazaret. Ahí es donde se juntaron el amor, María, Jesús, los nuevos discípulos, el testimonio de un vino abundante, “que salta hasta la vida eterna”.
Caná de Galilea es y será el signo de que, en sus entrañas, se realizó una boda nueva: las bodas del Cordero y de su Iglesia. Y, ahora, hacia adelante, los caminos del discipulado, para crecer, madurar, dar frutos. La historia sigue, la vida sigue, el amor crece.
Me permito incluir lo sucedido, el 14 de enero de 1894, en el que la beata Concepción Cabrera manifestó su pertenencia a Jesús, grabando su nombre, a sangre y fuego, en su pecho. Sí, todos llevamos grabado su nombre en nuestra vida, siendo epifanía de su presencia en el mundo, que nos permite gritar también: “Jesús, Salvador de los hombres, sálvalos”.