D.P. José Ignacio Abarca Franco
La muerte, para el hombre de fe, solo es el tránsito entre dos realidades.
La primera es la que hemos conocido y experimentado, sujeta a la tensión de la perversión y tentaciones del mundo, restringiendo la plenitud con la que Dios nos ha constituido, haciéndonos difícil conocer la voluntad de Dios al saturarlo de alternativas equívocas, exponiéndose al error, daño y dolor que causan las decisiones que se apartan del amor y de la voluntad de Dios. Esta vida que está sujeta al tiempo, tan solo es donde se manifiesta la realidad que Dios nos ha hecho.
Antes de morir, tenemos oportunidad de reflexionar aquello que dejamos atrás, lo que no debimos hacer, las decisiones con que dañamos y generamos dolor, división y exclusión a aquellos que debimos servir. Llegamos a la verdad plena, en donde podemos entender y valorar la realidad en que nos constituyó Dios.
La segunda realidad nos pone en plenitud de nuestro ser, donde ya no estamos sometidos al tiempo ni al espacio, es la eternidad a la que Dios nos llama.
La muerte no es la plenitud, es la vida eterna. Al alejarnos de la verdad plena, no podemos acceder a la segunda realidad, porque la muerte es negarnos a la vida eterna, por nuestra voluntad, dañando, lastimando, excluyendo y sometiendo a aquellos que debemos acompañar, guiar, aconsejar y darles las posibilidades que requieran porque, cuando vamos rechazando la voluntad de Dios, vamos perdiendo su presencia y la seguridad de compartir la plenitud a la que nos invita.
La vida eterna es lo que vivimos desde la vida temporal, las relaciones que formamos al servir y atender con cercanía, atención y amor a los que requieren, nos enseña a ser ese amor pleno eterno y cercano que somos en la eternidad, que estamos conscientes y cercanos a las necesidades de aquellos que imploran nuestra intercesión por ellos.