Reflexiones de un millennial católico
Yeyo Valle Ruiz
Este año, el domingo 24 de noviembre, celebramos la Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, instituida en 1925 por el papa Pío XI, por medio de la encíclica Quas Primas.
Esta fiesta resuena, especialmente, en nuestro Pueblo de Dios, que peregrina en México, pues rememora el grito que los Cristeros, posiblemente inspirados por la reciente (para ellos) fiesta instaurada por el Papa, enarbolaron en su lucha por la defensa de la libertad religiosa y de culto: ¡Viva Cristo Rey!
Cada año, miles de personas repetimos este grito, para expresar nuestra fe y nuestra emoción de creer en Aquel que se levantó y venció al reino de la muerte, para traernos el reino de la vida.
El Reino de la Vida…el Reino de Dios. Pero, realmente, ¿en qué consiste ese reino? En el imaginario colectivo, asociamos a las instituciones monárquicas con riquezas y ceremonias simbólicas. ¿Cuáles son, entonces, nuestras riquezas y ceremonias? ¿En qué consisten nuestras coronas, cetros y capas?
El Reino de Dios no está rodeado de oro y plata, sino de amor y misericordia; nuestras coronas son las mitras y birretes de la sabiduría, que se ponen al servicio de nuestras hermanas y hermanos; nuestros cetros son los instrumentos con los que luchamos por la justicia social y la dignificación de todas las personas, como criaturas muy amadas de Dios; nuestras ceremonias son los sacramentos, por medio de los cuales Dios mismo nos acompaña, nos perdona, nos fortalece y nos alimenta.
Y, si bien no está mal adornar este Reino con las bellezas de la Tierra, lo importante va más allá de nuestros sentidos, puesto que de nada sirve adornar de bellezas, si, por dentro, no hay vitalidad e impulso para amar y adorar.
Que nuestro grito, salido del fondo del corazón, nos impulse a buscar ese reino de vida, amor y misericordia, que nació en una cruz, pero que venció en la resurrección.
¡Viva Cristo Rey! ¡Ánimo Firme! ¡Qué Viva la Cruz y el Reino de Dios!