Concepción Cabrera le dice a su hijo Manuel, sacerdote jesuita, que entonces tenía cuarenta y seis años:
Todo lo bueno que hay en las almas, el amor de Dios, no lo encuentra en ellas, sino que se los da.
Que no estorbe la magnitud de tu miseria el contemplar la inmensidad del amor divino, y ve de frente las gracias que Dios ha hecho a tu alma.
El mirarse el alma a sí misma le impide, le quita el tiempo y la atención para mirar a Dios y a sus gracias. La verdadera humildad ni se admira ni se espanta de lo que Dios hace en el alma, porque sabe que Dios lo hace, y nada tiene de raro que Él haga cosas admirables; y también, porque conociendo lo secundario, lo nulo de su papel, no le extraña que Dios vierta en ella sus gracias .
La persona humilde, no se admira ni se deprime por su limitación, pequeñez y debilidad, por sus defectos, tendencias negativas y miserias, pues no se mira a sí misma, sino que tiene fija su mirada en Dios, que es «rico en misericordia» (Ef 2,4) y «se complace en ser misericordioso» (Mi 7,18).
Tampoco «se admira ni se espanta de lo que Dios hace en el alma», pues tiene la certeza de que «nada es imposible para Dios» (Lc 1,37). Ve de frente las gracias que Dios le ha dado, las recibe con sencillez, las agradecer y alaba a Dios por ellas; las disfruta sin apegarse a ellas, y las pone al servicio de los demás.
La Virgen María, en su Magnificat –cántico de alabanza–, ha expresado bellamente esta doble vertiente de la humildad: Dios «ha mirado la humilde condición de su esclava» y «el Poderoso ha hecho grandes cosas en mí» (Lc 1,48-49).
Te sugiero poner por escrito algunas de tus limitaciones, deficiencias y miserias [solo algunas].
Ahora, haz una lista de las principales gracias que Dios te ha dado [con cincuenta es suficiente].
Por último, te invito a redactar tu Magnificat, en el que le presentes a Dios tu pequeñez y pobreza, le agradezcas las gracias que te ha dado y lo alabes por lo bueno y generoso que ha sido contigo.