En una ocasión, escuché a un amigo contar, a manera de broma, la historia que comparto a continuación.
Una señora salía de su casa todas las mañanas, recorría las calles del pueblo con su charola de empanadas surtidas, dispuesta a venderlas como de costumbre. Un día, un extraño que pasaba por ahí la detuvo en el camino y le preguntó:
¿A cómo las empanadas, doña?
A $10 cada una — respondió ella.
¿Cuántas trae su charola?
Trae 50. Hay de mole, de picadillo, de rajas con queso y de papas con chorizo. ¿Cuántas le doy? — preguntó la doñita.
Me llevo toda la charola — respondió el hombre.
Disculpe, señor, pero no puedo venderle todas, solo unas cuantas, porque, si lo hago, entonces ¿qué voy a vender? —concluyó ella.
Al terminar la narración, todos los presentes soltamos la carcajada. Todos, menos uno, el único que es comerciante en el centro de la Ciudad de México. Guillermo no se río. La señora tiene razón. Ella es muy lista, dijo mi cuñado.
Y nosotros lo miramos sorprendidos, esperando escuchar su argumento.Esa señora — continuó Guillermo — lleva tiempo vendiendo sus empanadas, conoce bien su mercado y, seguramente, cuenta ya con una buena clientela. Ella no va a desatender a sus clientes habituales, que esperan almorzar su empanada, como lo hacen todos los días, para complacer a un desconocido que, probablemente, le compró solo en esa ocasión. Por increíble que parezca, es factible que, de haberlo hecho así, hubiera orillado a sus clientes a buscar otras opciones, abriendo la puerta a su competencia. Ella decidió no correr el riesgo. Y no se trata de conformismo, concluyó, es sencillamente repetir lo que te funciona en un momento determinado.
Profundo análisis, no cabe duda, de un conocedor comerciante de esta gran ciudad.
Al escuchar lo anterior, me quedó claro que, así como la vendedora de empanadas, Dios conoce muy bien su negocio y cuida de sus clientes, para estar presto a sus necesidades en tiempo y forma. Él no toma riesgos e, igualmente, trabaja para que recibamos siempre el pan nuestro de cada día. Hoy, confirmo que los tiempos de Dios son perfectos y que no se miden en días, horas o minutos. La unidad de medida de Sus tiempos es la empanada.