por Por Pau Escárcega
Pasaron muchos años para entender que yo no era la que tenía que desempeñar el papel de la mujer responsable, la hermana conciliadora, la esposa perfecta y la mamá incondicional, para que todo funcionara como una máquina perfecta.
Soy Pau, perdí a mis padres muy joven. Me hubiera encantado ver a mis hijos en las piernas de sus abuelos, escuchando historias y anécdotas de lo que hacía su mamá. Esto provocó, en mí, una gran necesidad de tener la familia perfecta.
Me casé con el amor de mi vida, tengo dos hijos, a los que amo profundamente. Alberto y yo perdimos el rumbo. Cuando nos dimos cuenta, los hijos ya habían crecido, éramos ya unos completos desconocidos. No nos amábamos y nuestros hijos percibían que las cosas ya no andaban bien.
El tema de la infidelidad estaba presente, yo no podía permitirlo más. Todo tiene un límite y el mío había llegado. Debía amarme, para poder amar, y cuidar a mis hijos. Me encomendé a Dios, volví a verlo. Él siempre estuvo ahí, a mí lado, pero yo ya no lo sentía. Me dio la fuerza y pedí el divorcio. Me vi envuelta en una vorágine de sentimientos encontrados y culpas por la decisión que había tomado.
Estuve sumida en una gran depresión, no quería que nadie me viera y, un día, gracias a una Diosidencia, recibí la información de un retiro de fin de semana, secundado por los Misioneros del Espíritu Santo, de la Santa Cruz del Pedregal, para personas viudas, divorciadas, separadas o que habían perdido a un ser querido.
Fui al retiro, ya no tenía nada que perder, pero sí sabía que no podía continuar así. Un equipo muy amoroso, que había pasado por pérdidas similares, me recibió. Un fin de semana lleno de amor. Me reconcilié conmigo y con mi niña interior; entendí que debía perdonar y perdonarme para avanzar, para reconciliarme con la vida, que soy una hija muy amada por Dios y que me daba la oportunidad para comenzar de nuevo. Ahí, entendí que los tiempos de Dios son perfectos.
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