Jesús, háblanos un poco de tu primo Juan, tu precursor, que siempre dio testimonio de ti. Tú también diste testimonio de él, así encontramos un mensaje de vida nueva, de oración y testimonio, de generosidad y verdad, hasta el final: El tuyo, mi Jesús, hasta morir en la cruz; el de él, al ser decapitado, por mantener firme la verdad de la vida auténtica.
Nuestro primer encuentro fue de vientre a vientre: el de mi Madre, una joven frágil, con un mundo por delante, y el de su prima Isabel, cansada ya de tanto esperar y engendrar, anhelo de toda mujer en mi pueblo.
Sí, mi Jesús, tú recién puesto en la jovencita María y Juan ya de seis meses. Todo normal, de no haber sido algo insólito, por lo ancianos que estaban los tíos Isabel y Zacarías.
Dicen que te presintió y brincó de gozo en el vientre de su madre, que ya no andaba para muchos sobresaltos. Pero este era especial, un sobresalto de santificación. Nacería diferente: la jovencita ayudando en lo que podía, la mayorcita dejándose ayudar, viviendo el día a día, de sorpresa en sorpresa.
Pasó el tiempo, mi Jesús, y, seguramente, un día te llamó la atención que andaba bautizando e invitando a la conversión, preparando tu venida. Las autoridades de Jerusalén se acercaron a él, para que diera sus credenciales de identidad, a nombre de quién hacía eso, preguntando si no sería él el Mesías esperado. “Confesó y no negó; yo no soy el Mesías, yo solo soy voz del que clama en el desierto, preparen el camino del Señor”.
En otra ocasión, vio que me acercaba y me señaló como “el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” y añadió: “yo no lo conocía, pero el que me envió a predicar me dijo: sobre quien veas que desciende el Espíritu Santo, ese es, y lo he visto y doy testimonio.”
Sí, toda la fuerza de su palabra estaba en la medida que se dirigía a mí; comprendió con toda humildad que “era necesario que yo creciera y que él fuera desapareciendo”. Es por eso por lo que afirmé con toda rotundidad: “no ha nacido de mujer uno más grande que Juan, aunque el más pequeño del Reino es superior a él”.
Mi Jesús, hoy tu santa Iglesia celebra su nacimiento. Los unió el ser miembros de una familia, los consagró el Espíritu Santo, con una misma misión y cada uno la realizó en plenitud de amor. Gracias, mi querido Señor Jesús, porque, de alguna manera, la misión de Juan es también nuestra vocación. Solo en señalarte a ti tiene sentido toda nuestra vida. Amén.