5 de julio de 2024

El Espíritu Santo, dador de vida

El Espíritu Santo es la fuente de la vida. Ya, desde el inicio de la creación, cuando todo era informe y vacío, el Espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas (Gen. 1:2). Al crear al hombre, Dios “sopló en sus narices un aliento de vida y existió el hombre con aliento y vida” (Gen. 2:7). Dios no hizo esto con todas las criaturas; solo a nosotros nos dio esa vida espiritual. Por eso, los judíos llamaron al Espíritu de Dios ruaj, en griego pneuma, aliento. El Espíritu Santo es el aliento de vida que proviene de Dios. 

El Espíritu Santo también es quien concibió, en el seno de María, a Jesús, Nuestro Señor (Lc. 1:35). Es el mismo Espíritu Santo quien se manifestó en su bautismo (Lc. 3:21-22), descendiendo sobre Jesús, como había descendido sobre María. Así pues, la vida que da el Espíritu Santo es la vida misma de Dios; una vida nueva, que trasciende. Esta es la vida que nosotros recibimos en nuestro bautismo. Jesús habló así, a Nicodemo, sobre el bautismo: “El que no renace del agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios. Lo que nace de la carne es carne y lo que nace del Espíritu es espíritu.” (Jn. 3:5-6). 

La analogía del Espíritu Santo, con el agua como fuente de vida, también la ofrece Jesús a la samaritana: “el que beba del agua que yo le daré nunca más volverá a tener sed. El agua que yo le daré se convertirá, en él, en manantial, que brotará hasta la vida eterna” (Jn. 4:14). Esta agua, esta vida en el Espíritu, no solo se nos da individualmente; también es la vida de la Iglesia, que brotó del costado de Nuestro Señor en la cruz. Después de haber resucitado, al soplar sobre los apóstoles, Jesús dijo: “Reciban el Espíritu Santo” (Jn. 20:22). Así pues, la vida eterna que Jesucristo nos alcanzó, con su muerte y resurrección, ya anima a la Iglesia y a todos sus miembros a través del Espíritu Santo. Pidamos a Jesús, con las palabras de la samaritana: ¡Señor, dame de esa agua para que no tenga más sed! 

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