5 de julio de 2024

La cruz como signo de victoria

La cruz, para la antigua Roma, era el signo del más ignominioso suplicio, el artefacto más cruel y violento con el cual se podía sentenciar a un delincuente, porque no solo era el hecho de erradicar su presencia de la sociedad, sino de exponer su vergüenza ante el mundo y mostrar lo que en realidad era.  

Es, en ese instrumento de tortura y humillación, donde Jesús, Hijo de Dios, es martirizado y da su último aliento. De esta manera, la derrota de su prédica, ante la violencia de Roma y la dureza de corazón e inteligencia de los sacerdotes judíos, es realizada, quedando la amenaza de que, de esta misma manera, serán tratados sus seguidores.  

Pero, en la resurrección de Jesús, la cruz adquiere un signo diferente. Los signos de violencia y humillación solo son signos del pecado que atrae hacia sí; con ello, destruirlos con su muerte, quitándoles todo poder sobre el hombre que quiere ser libre de ellos. El signo de la cruz cobra relevancia, al ser el instrumento de la victoria de Cristo sobre el mundo y el pecado. 

La muerte de Cristo rompió, en definitiva, la permanencia del pecado en el hombre. Es el hombre, en su libertad, quien debe desear despojarse de dichas cadenas, acudiendo al sacramento de la reconciliación.  

Jesús no se quedó para siempre en el sepulcro, no se perdió su presencia para el hombre, pues, tras su muerte, Él resucitó, abriendo las puertas de la Casa del Padre a los hombres; así, en su resurrección, venció también a la muerte y nos mostró el camino a la vida eterna.  

La victoria que nos trae la cruz de Cristo es sobre el pecado que, por su sangre derramada, nos acerca a la misericordia de Dios; que, por su entrega voluntaria, ha pagado la deuda del pecado; que, por su gloriosa resurrección, nos ha abierto el camino al cielo y, por su ascensión, nos ha abierto la comunicación con Dios como Padre.  

El vivir la victoria de la Cruz es aceptarla, no como sacrificio, ni como suplicio, sino como la ofrenda que damos a Dios, para unirnos al trabajo de redención de Cristo y vencer, con Él, a la muerte y al pecado, siendo testigos y testimonio del amor que Dios nos tiene. 

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