por La resurrección es la libertad de no tener a la muerte como un final, como la desaparición y eliminación de mi ser y presencia en medio de la vida. Es poder entender la plenitud que nos ofrece Dios en la vida eterna, sabernos llamados por Dios mismo a compartir Su gloria y hacerla presente en las realidades temporales en que transitamos.
Quizás en el momento del bautismo no llegamos a comprender la realidad trascendente que sucede en este momento en el ser que es bautizado, pues solo vemos caer un poco de agua en su cabeza. Sin embargo, ese simple signo realiza un cambio profundo en su realidad, transformándolo de un ser caído y sujeto al pecado en un ser libre y capaz de vencer toda tentación por la pura gracia de Dios; es decir, de una creatura más en un verdadero hijo de Dios para compartir con Cristo la vida, pues con Él ha muerto en la cruz, para vencer el pecado, y con Él ha resucitado, para hacer presente la vida eterna, en la realidad del mundo.
El hombre olvida pronto la realidad divina en que esta inserto. Ser parte del cuerpo de Cristo, es participar de la Trinidad Gloriosa de Dios; es ver que sus decisiones y actos son trascendentes y van dejando una huella sensible de su presencia, desde el más humilde y sencillo de los hombres hasta el más sensible y público.
Todos los que han sido bautizados hacen presencia de Dios, son templo de Dios y por ellos también actúa Dios, pese a su estado espiritual. Porque un templo, por más descuidado y arruinado que esté, no deja de ser una edificación dedicada a Dios y en ella está Él presente.
Así mismo, en cada bautizado Dios ha dejado ya la huella de su elección y ha manifestado su deseo que este sea su hijo, en quien se complace; pero también se duele y se asombra, por ello nuestra alma ha sido resucitada en Cristo, nuestro espíritu ha sido reforzado con la eternidad y la trascendencia.
Solo nuestra materialidad teme a la muerte y por ello ansía experimentar lo que el mundo le da mientras su existencia en el tiempo y en la materia sea presente.
