Al hablar de libertad, nuestra imaginación vuela entorno a las acciones que hacemos, sin importarnos más allá de nuestro propio e inmediato deseo.
Tenemos la idea de que la autodeterminación está exenta de responsabilidad y de compromiso, pero esta visión y conceptualización de la libertad es un espejismo muy peligroso, pues la auténtica libertad es manifestar nuestra realidad, para actuar conforme a nuestra responsabilidad y los compromisos asumidos.
Un hombre libre es aquel que es confiable y comprometido; manifiesta su voluntad al realizar sus actividades con autoridad, autonomía y coordinación; toma en cuenta a la persona que sirve; respeta la dignidad de aquellos a los que emplea; cumple con su palabra; utiliza las herramientas, bienes y situaciones que requiere, para llevar la acción a término en tiempo y forma.
Porque la verdadera libertad es amoldar nuestra voluntad a la realidad que construimos, al ser parte de la comunidad y aceptar la fe que profesamos. Así, mostramos nuestra autenticidad, nuestro compromiso y, sobre todo, el ambiente que vamos construyendo en la presencia de Dios, que se exterioriza a través de nuestra persona.
Nuestra realidad es el producto de nuestra capacidad de sintetizar, asimilar y asumir los signos, que se nos hacen presentes en nuestro tránsito por el mundo por medio de este entendimiento.
Elaboramos las respuestas a lo que el mundo nos llama, expresando la verdad de lo que somos, pues nos hay poder que realmente pueda someternos más allá de nuestra propia voluntad.
Dios nos ha hecho capaces de tomar nuestras propias decisiones y asumir nuestros propios riesgos y las consecuencias de nuestros actos. Él, a través de sus mandamientos, nos propone una máxima de conducta, por Cristo, en el amor, con la máxima de hacer a los demás aquello que queremos que los demás nos hagan.