8 de julio de 2024

El Credo

La muerte de Nuestro Señor en la cruz es un misterio central de nuestra fe, pero, también, es uno de los hechos de mayor certeza histórica sobre su vida. Además de las narrativas del Nuevo Testamento, existen fuentes romanas, griegas y judías que lo mencionan. Esta evidencia desmiente la creencia de los gnósticos y los docetistas, así como los musulmanes, de que Jesús, en realidad, no murió. Por el contrario, su muerte es punto de acuerdo entre la fe y la razón. 

En verdad, la muerte es quizás la mayor certeza que tenemos los seres humanos. Somos conscientes de esta verdad ineludible y, en mayor o menor medida, determina el sentido de nuestra vida. Ante el sepulcro, nos enfrentamos con el hecho terminante de la separación del alma y el cuerpo—y es, en este sentido, que los Evangelios describen a detalle la sepultura del cuerpo de Jesús. Habiéndose hecho hombre, como nosotros, de carne y hueso, con un cuerpo mortal, Él realmente murió, como nosotros también hemos de morir. 

Ahora bien, la muerte de Jesús tiene un sentido redentor, que se manifiesta con su resurrección. Es el sacrificio perfecto y definitivo: el Hijo de Dios nos amó hasta el extremo y se entregó por nosotros. Nuestro Señor, siendo Dios y hombre, redimió todo lo que asumió; por lo tanto, la muerte no tiene ya dominio sobre la humanidad. Jesucristo rompió las cadenas de la muerte y nos alcanzó la salvación.  

Esta victoria se anunció ya desde la cruz, la tierra tembló, el sol se oscureció, el velo del templo se rasgó, los justos revivieron. Su muerte fue un acontecimiento cósmico, que cambió para siempre el alcance de la muerte. San Pablo, entonces, proclama: “¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está tu aguijón?” (1 Cor 15:55). A la luz de su resurrección, la muerte tiene para nosotros un sentido nuevo, pues esperamos un día resucitar también. En esta vida, quienes seguimos a Jesús buscamos imitar su entrega, al sacrificar nuestra vida diaria por quienes nos rodean. 

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