por Por nuestra causa, fue crucificado
¿Cómo comenzar a hablar sobre la crucifixión de Nuestro Señor? ¿Podemos racionalizar este inmenso misterio o es más apropiado callar y contemplar?
Ante la Cruz, las palabras sobran, pues es el lugar del más profundo silencio. Es el lugar en donde se experimenta la soledad y el abandono. Cuando Jesús exclamó, “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt. 27:46) repitió las palabras del salmo 22: el clamor del pueblo de Israel a un Dios que guarda silencio.
Pero Dios no abandona a su pueblo y tampoco abandonó a Jesús en la Cruz. Por el contrario, como dice San Pablo, “es Dios el que estaba en Cristo, reconciliando al mundo consigo, no teniendo en cuenta los pecados de los hombres y confiándonos la palabra de la reconciliación” (2 Cor. 5:19). Esto implica que el sacrificio de Jesús no es el precio de una deuda de los hombres con un Dios sediento de retribución. Más bien, es la prueba de Su amor infinito por nosotros, por el que nos salva. En palabras de Benedicto XVI, “Dios mismo se pone como lugar de reconciliación y, en su Hijo, toma el sufrimiento sobre sí” (Jesús de Nazaret 270).
En la Cruz, Dios asumió todo el peso del pecado y todo nuestro sufrimiento—no solo el físico, también el psicológico, espiritual, social… Por ello, Nuestro Señor nos com-padece; habiendo experimentado Él mismo el dolor humano, nos acompaña en nuestras tribulaciones, sufre con y por nosotros y, así, le da al sufrimiento un sentido redentor. Así, para nosotros, la Cruz es el signo de la salvación y un llamado a compadecernos, junto con Cristo, de quienes nos rodean.
Este sentido redentor de la Cruz le fue revelado, de manera especial, a Concepción Cabrera de Armida, a través de las visiones que tuvo de la Cruz del Apostolado en 1894. La Espiritualidad de la Cruz, que guía la obra de los Misioneros del Espíritu Santo, nos llama a vivir imitando a Jesucristo como sacerdote y víctima, ofreciendo nuestra vida para gloria de Dios y salvación de la humanidad.
