El Papa comenta que, en el Calvario, se enfrentan dos mentalidades. Las palabras de Jesús crucificado se contraponen a las palabras de los que lo crucifican (jefes, soldados, malhechores) “¡Sálvate a ti mismo!”, (v. 39).
Jesús toma la palabra tres veces en el Calvario (cf. vv. 34.43.46), pero ni siquiera se defiende. Reza al Padre y ofrece misericordia al buen ladrón. «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (v. 34). Pide perdón, por los que lo están traspasando, no reprocha a sus verdugos, ni amenaza con castigos. Durante las horas que estuvo en la cruz, tuvo estas palabras en los labios y en el corazón. Clavado, en el patíbulo de la humillación, aumentó la intensidad del perdón. Dios, nunca se cansa de perdonar, somos nosotros los que nos cansamos de pedirle perdón.
Contemplemos al Crucificado, el perdón brota de sus llagas, de esas heridas dolorosas que le provocan nuestros clavos. Contemplemos a Jesús en la cruz y pensemos que nunca hemos recibido palabras más bondadosas: Padre, perdónalos; ni recibido una mirada más tierna ni compasiva, ni recibido un abrazo más amoroso. Contemplemos al Crucificado y digamos: “Gracias, Jesús, me amas y me perdonas, siempre, aun cuando, a mí, me cuesta amarme y perdonarme”.
Allí, mientras es crucificado, Jesús vive su mandamiento más difícil: el amor por los enemigos. El amor de Jesús es para todos sus hijos amados, no nos separa en buenos y malos, en amigos y enemigos: “Traigan a todos, blancos, negros, buenos y malos; a todos, sanos, enfermos; a todos…” (cf Mt 22,9-10). Nosotros, ¡cuánto tiempo perdemos pensando en quienes nos han hecho daño!
El Señor nos pide que respondamos, como Él lo hace, que rompamos la cadena del “te quiero, si tú me quieres; soy tu amigo, si eres mi amigo; te ayudo, si me ayudas”.
Cuando se usa la violencia, ya no se sabe nada de Dios, que es Padre, ni de los demás, que son hermanos. Se nos olvida por qué estamos en el mundo y llegamos a cometer crueldades absurdas… la locura de la guerra, donde se vuelve a crucificar a Cristo; en las madres que lloran la muerte injusta de los maridos y de los hijos; en los refugiados que huyen de las bombas con los niños en brazos; en los ancianos que son abandonados a la muerte; en los jóvenes privados de futuro; en los soldados enviados a matar a sus hermanos. Cristo es crucificado allí, hoy.
Al finalizar, Francisco señala que, con Dios, siempre se puede volver a vivir. Ánimo, caminemos hacia la Pascua con su perdón. Porque Cristo intercede continuamente ante el Padre por nosotros (cf. Hb 7,25) y, mirando nuestro mundo violento, nuestro mundo herido, no se cansa nunca de repetir ― y nosotros lo haremos con el corazón, en silencio: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.
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