8 de julio de 2024

El Credo María, la Virgen (segunda parte)

Continuamos nuestra reflexión sobre los dogmas marianos. Como hemos dicho, estos dogmas no solo nos acercan a la virgen María, también iluminan nuestra fe en Jesucristo. María es como la luna, no brilla por sí misma, sino que refleja la luz de Dios.  

Hemos explicado que María es madre de Dios, pues Jesucristo es Dios. Esto no significa que ella sea divina ni eterna, pero sí sugiere que es una mujer especial. Nuestro Señor no se habría encarnado de cualquier persona, sino que la habría hecho partícipe de su gracia.  

Los católicos creemos que María fue predestinada por Dios, que fue concebida sin la mancha del pecado original y bendecida con una gracia infinita, por los méritos de Jesús. Por eso, el arcángel Gabriel la llamó “la llena de gracia”. Este es el dogma de la Inmaculada Concepción.  

Además, este papel de María en el plan de Dios no solo sería por un tiempo (durante su embarazo y ya). Su vida entera estuvo centrada en ser la madre de Jesucristo, su único hijo e Hijo Único de Dios. Esto explica el dogma de su perpetua virginidad. Nuestra fe en que María fue y es siempre virgen no tiene que ver con que el sexo sea malo o pecaminoso. Más bien, apunta a que el sentido de toda su existencia es ser la Madre del Salvador. Es reflejo de que, por la infinita gracia que Dios le dio, ella se entregó libremente, por completo y para siempre, a Su voluntad. 

Por esta radical entrega y gracia plena, Dios libró a María de la corrupción del cuerpo al final de su vida. Como primicia de la salvación que Jesucristo nos alcanzó a toda la humanidad, la Virgen fue llevada al cielo en cuerpo y alma. Este es el dogma de la Asunción. María es la primera redimida, pues goza en cuerpo y alma de la vida eterna.  

Meditemos estos misterios y pidamos a María que nos enseñe a decirle a Dios:  

¡Hágase, en mí, tu voluntad! 

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