3 de julio de 2024

Mirar hacia lo alto La armadura de Dios – primera parte

“Y la Palabra se hizo carne y puso su morada entre nosotros; y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe, del Padre, como Unigénito, lleno de gracia y de verdad”. Jn.1,14.

Amigos lectores, me he puesto a pensar en lo rápido que va la vida. Apenas celebrábamos que un Dios se hizo Hombre, en la Navidad, que ya comenzaremos, en este mes, la Cuaresma.

Y nos podemos preguntar, ¿para qué un Dios se hace uno de nosotros? Jesús, al participar de nuestra naturaleza humana, comparte con nosotros todas nuestras debilidades. Jesús vino al mundo a implementar el Reinado de Dios, para liberar al hombre de la esclavitud del pecado; es, por lo tanto, nuestro Mediador, un puente entre Dios Padre y el hombre.

Como nos dice San Agustín, en una de sus homilías: “Nuestro Señor Jesucristo, que ha creado todas las cosas desde la eternidad, se ha convertido en nuestro salvador, al nacer de su madre. Quiso nacer, hoy, en el tiempo, para conducirnos a su Padre eterno. Dios se hizo Hombre, para que el hombre se hiciera como Dios”.

Como criaturas de Dios, debemos imitar sus atributos: “Dios, misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad, que mantiene su amor y perdona la iniquidad, la rebeldía y el pecado” (Ex.34,6). Jesús vino para liberarnos del pecado, la enfermedad y la muerte y, para lograrlo, en su Palabra, nos propone un proyecto de vida que nos hará santos.

Sin embargo, la vida con olor a santidad no es nada fácil. Para lograrlo, es necesario trabajar diario, con esfuerzo, entrega y dedicación, llevando a la práctica el Evangelio, que es el camino a Dios. Para esta batalla cotidiana, debemos revestirnos de la armadura de Dios.

Hay que llenarnos de la fuerza y del poder de Dios, “fortalézcanse en el Señor y en el poder de su fuerza” (Ef.6,10); porque, en nuestra lucha por ser santos, tenemos un enemigo: el Diablo, “Vuestro adversario, el diablo, ronda como león rugiente, buscando a quién devorar” (1P.5,8). Y solo puede vencerlo aquel que es más fuerte que él, nuestro Señor Jesucristo.

Así, pues, hermanos, pongámonos la armadura de Dios, que nos protegerá, nos bendecirá y nos hará vencedores, por medio de la fuerza de su Santo Espíritu.

Continuará

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