8 de julio de 2024

El Credo

Se encarnó y se hizo hombre 

Uno de los fundamentos de la fe cristiana es la Encarnación de Dios: “Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn. 1:14). En Jesucristo, no se encarnó toda la Trinidad, sino Dios Hijo, el Verbo, quien procede del Padre y hace su voluntad. Como hemos dicho, Él existe desde la eternidad (no se creó al encarnarse) y, por nuestra salvación, asumió la naturaleza humana. 

Jesús es verdadero hombre. No era solo una manifestación espiritual (docetismo), ni apareció en el mundo ya adulto. Pasó por todas las etapas de la vida humana, desde la concepción en el vientre de su madre, hasta la muerte. Asumió un cuerpo sexuado, una identidad masculina, con los rasgos propios de un judío de Palestina. Vivió en un momento histórico particular, con su cultura, lengua, hábitos y costumbres. Sintió frío, hambre, sueño, dolor. Compartió, en todos los aspectos, menos en el pecado, nuestra humanidad. 

La Encarnación de Dios Hijo no implicó que su naturaleza divina disminuyera o se mezclara. Como se reconoció, en el Concilio de Calcedonia (451), en Jesucristo se unieron la naturaleza humana y la divina, “sin confusión, sin cambio, sin división, sin separación”. Podemos decir que Jesucristo es de la misma naturaleza divina del Padre, y de la misma naturaleza humana de su madre.  

Por otro lado, al asumir la naturaleza humana, Dios la elevó a su nivel, nos hizo nuevamente dignos y capaces de su divinidad. Si Jesús hubiera sido solo un mensajero o un “milagrero”, nuestra humanidad seguiría condenada. Era necesario que Dios mismo se volviera humano, para que nosotros pudiésemos alcanzar la salvación. De ahí, el nombre de Jesús: Dios salva. Jesús es el nuevo Adán. Con Él, nace una nueva humanidad, de la que ya somos parte todos los bautizados. Por Él, y junto con Él, podemos llamarnos hijos de Dios. 

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