Así le preguntó la beata Conchita Cabrera, a Jesús, y le respondió: “Con ningún amor gano, en el sentido que acreciente mi felicidad en cuanto Dios, pero la dicha que me proporciona el amor de la criatura, la agradezco, la recibo y la recompenso con gracias”.
Qué distinto amamos nosotros, buscamos amar a quien nos puede corresponder, deseamos que sea con la misma intensidad y manera que nos gusta, depositamos nuestra felicidad en ese amor y ofrecemos un amor que, muchas veces, queda a deber.
Jesús, el Hijo de Dios, es plenitud. La felicidad en Él está completa porque el amor perfecto, el Espíritu Santo, está en Él, vive en Él; sin embargo, al recibir nuestro amor egoísta, lo acoge y responde con “gracias sobre gracias” que no guardan relación, ni con la calidad, ni con la intensidad que nosotros le damos.
El amor que le entregamos a Dios es imperfecto, pero, al recibirlo, Él lo perfecciona. Así se lo dice a Conchita: Porque soy el amor, Yo cubro con amor todas las lagunas en un alma que amo, en la que tengo un fin y a la que, como la tuya, he cubierto y cubro con estupendas gracias”.
Estamos llamados a imitar el amor sacerdotal de Jesús. Amar con entrega total, con generosidad, aceptar el amor que se nos brinda, sin que de ello dependa nuestra dicha; encontrar gozo en recibirlo correspondiendo al 100% y devolver ese amor enriquecido, porque aporta a nuestra santificación. La perfección está en el amor.
¡Claro que no es fácil! Muchas veces, se trata de personas muy cercanas, las que no nos corresponden y eso duele mucho. Es, justo ahí, donde hay que seguir el ejemplo del Maestro, recordar que el amor, el Espíritu Santo, está en nosotros y poner en práctica lo que San Juan de la Cruz decía: Pon amor donde no hay amor y sacarás amor.