5 de julio de 2024

Confiar en Dios…

Si buscamos el significado de esta palabra, seguro encontraremos algo como: “la confianza es la creencia en que una persona será capaz y deseará actuar de manera adecuada en una situación …”, “Esperanza firme que una persona tiene en que algo suceda…” 

Cuando somos niños, somos confiados por naturaleza; la inocencia nos lleva a no tener recelos, a entregarnos, a dejarnos llevar; por supuesto que dependemos de papá y mamá o del adulto que nos cuida, protege y ama; pero, teniéndolos cerca, nos aventuramos a experimentar, explorar y disfrutar lo desconocido. Ellos nos brindan seguridad y apoyo en etapas tempranas. 

Con el paso del tiempo, vamos teniendo consciencia de que hay otros más, que no todo depende de nuestras decisiones y que el mundo exterior puede no adaptarse a nuestros deseos; debemos compartir, ser pacientes, seguir reglas y otras muchas experiencias que nos llevan a cuestionar, a dudar, a ser prudentes antes de lanzarnos a una aventura impredecible,  riesgosa o repetir alguna acción en la que ya fallamos o nos fallaron. 

Y, justo, tratamos a Dios en estos términos, lo hacemos responsable de nuestro bienestar. Cuántos de nosotros, en algún momento de desesperanza, nos enojamos con Él, porque no nos escucha, porque no nos ayuda a resolver una situación dolorosa, porque no nos hace el milagro… Y, más allá de nuestras vidas y propias decisiones, le cuestionamos por qué el hambre en el mundo, por qué las guerras, por qué un inocente muere de una enfermedad incurable. 

Estas realidades existen, pero somos los seres humanos los únicos responsables; Dios no nos las envía, no son castigos divinos. Olvidamos que nuestra naturaleza humana es frágil y que, aunque Él todo lo puede, no siempre los caminos que queremos seguir son los adecuados, que tenemos una misión que cumplir. Somos muy exigentes y, a veces, hasta hacemos trueques o negociaciones como parte de nuestras plegarias; muchos, nos alejamos un tiempo; muchos, nunca regresan. Esto es común y es frecuente. Mas no caigamos en la desesperanza, luchemos por ser mejores, por crecer espiritualmente. Seamos comprensivos con nuestras flaquezas, somos vulnerables, imperfectos y tenemos mucho que aprender cada día. Lo más importante es reconocer que Dios nos ama con todas nuestras imperfecciones, pero esto no quiere decir que no vendrán pruebas, ni que no habrá dolor ni pérdidas.  

La invitación es que confiemos en Dios, nos entreguemos a Él, a su voluntad y tengamos la paz en nuestro corazón que nos da sentir su amor en lo más cotidiano, en el regalo de la vida y en el servicio. 

Recordemos a Mateo 14:28-31 

“Pedro también quiso andar sobre el agua y Jesús le dijo que fuera hacia Él. Pedro salió del barco y comenzó a caminar sobre el agua. Como el viento soplaba muy fuerte, a Pedro le dio miedo. Comenzó a hundirse en el agua y le gritó a Jesús que lo salvara. El Salvador tomó la mano de Pedro y le preguntó por qué no tenía más fe” 

Cuántas veces nos ha embargado el miedo, así como lo sintió Pedro; llenemos nuestro corazón de amor, para que ese miedo sea vencido, confiemos en nuestro Señor Dios, que entregó a su Hijo por amor a nosotros y permitamos que el Espíritu Santo nos guíe cuando la incertidumbre nos nuble la razón. Solo la confianza en Dios nos dará la calma y la paz que tanto anhelamos. 

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