Me apresuro a decir que ya no hay “sábado de gloria”. Es sencillamente “sábado santo”. ¿Por qué? La explicación es muy sencilla. Durante mucho tiempo en la normativa de la Iglesia se pedía el ayuno eucarístico. Las celebraciones de la Semana Santa eran siempre por la mañana para poder guardar el ayuno, signo del desear a Jesús. Así, la Vigilia Pascual se celebraba el sábado en la mañana y lógicamente se vivía un sábado de gloria.
Cuando la reforma litúrgica cambia la normativa de celebrar según las horas narradas en el evangelio, la vigilia pascual cambia de hora hasta la caída del sol. Entonces el Sábado Santo es un día de silencio, de ausencia del Esposo, de profundo estupor al contemplar a Jesús muerto en la Cruz y sepultado en el silencio más honroso y profundo.
Se vive en el silencio de la adoración y la esperanza, se recuerdan sus palabras, se congrega la Iglesia en torno a María, Madre de Jesús para vivir con ella el dolor de la ausencia de su Hijo. ¡Grande y santo sábado éste que nos permite agolpar en el corazón todos los sentimientos de gratitud, todos los anhelos de volver a verlo, de escuchar de nuevo sus palabras de vida eterna! Su presencia empieza a multiplicarse. Es glorificado a la derecha del Padre, baja a las profundidades de la historia y de la existencia de cada ser creado, empieza a preparar nuestros lugares porque donde está él quiere que estemos nosotros. Entra de nuevo en el instante eterno de su origen: “Salí del Padre y vine al mundo, ahora dejo el mundo y vuelvo al Padre”. Ya el cielo está completo definitivamente. Ya se comprende que es realidad aquello de que “por él y para él fueron hechas todas las cosas y todo tiene su consistencia en él”.
Con la muerte de Jesús se termina su historia en el tiempo y el espacio para dar lugar a ser el Centro de toda la creación. Allá él, en el cielo, nosotros llenamos nuestros corazones de esperanza, sabemos que siempre cumple lo que promete, creemos que “era necesario que el Hijo del hombre padeciera y fuera entregado a la muerte para así entrar en su gloria”. Todo eso lo percibimos, lo aceptamos porque él lo dijo, aunque a medida que más nos adentramos en su palabra menos entendemos: no nos cabe en el pequeño hueco de nuestro cerebro el inmenso mar de vida que se ganó a pulso de pasión, muerte y resurrección.
Sábado muy santo si lo llenamos de esperanza, si recurrimos a su palabra, si evocamos momentos de encuentro con él y somos capaces de trasmitir lo que hemos visto y oído. Sábado muy santo, todavía de gloria no, si nos preparamos para la explosión gozosa de los aleluyas, glorias y vivas del Domingo de Pascua de Resurrección.
María Santísima aguarda, silenciosamente se adentra en sus palabras: “Proclama mi alma la grandeza del Señor, porque ha mirado la humildad de su esclava”. Y sigue guardando y meditando las palabras de su Hijo. Vuelve a engendrarlo en una fe crecida en su ausencia, vuelve a retomar el “sí” que desató tanto bien a la humanidad.
“Murió Jesús y fe el descanso. Y con el descanso la ausencia y con la ausencia, el silencio y la pena. Pero también la esperanza y la espera. Duerme, Jesús, tu sueño merecido, nosotros vigilamos a la espera; ya todo está cumplido y redimido y será para siempre primavera” (Cáritas, 2014).
Desde allá Jesús nos contempla, fue a ensanchar más y más el corazón. Lo deja traspasado para que podamos pasar por él y para que siga saliendo amor y más amor: ¡Hoy, Sábado Santo!