Iniciamos una serie de reflexiones en torno al Credo y sus componentes. El Credo es la profesión de nuestra fe; esta profesión la realizamos públicamente en cada misa y en los sacramentos de iniciación cristiana. A pesar de ser tan cotidiano (o quizás precisamente por serlo), podemos llegar a repetirlo de manera automática, sin reflexionar o comprender su significado. Por eso, conviene profundizar en cada uno de sus artículos.
Desde los primeros años, los cristianos utilizaban fórmulas de fe para admitir a los nuevos bautizados, así como para identificarse (por esta razón se llama símbolo, en el sentido de contraseña). El judaísmo y el islam también cuentan con juramentos de fe: el shemá israel y la shahada respectivamente. A diferencia de nuestro credo, estas oraciones son cortas. El credo cristiano es mucho más largo y detallado, porque se fue complementando a medida que la Iglesia se enfrentó con diversas persecuciones, herejías y discordias.
Podría decirse que vivimos muy alejados de la persecución de Roma y las primeras herejías, pero ¿acaso no hay persecución de cristianos en la actualidad? ¿No nos enfrentamos con herejías contemporáneas? ¿No surgen continuamente confusiones y diferencias entre cristianos, e incluso dentro de la misma Iglesia? En nuestro tiempo, en el que cada vez es más normal no creer, es fundamental que los católicos conozcamos y comprendamos nuestras creencias.
En este sentido, el Credo manifiesta que nuestra fe es una fe racional, que puede debatirse y defenderse desde lo filosófico. Nuestras creencias tienen un sentido y fundamentos que están al alcance de todos los fieles. Creer no es superstición o credulidad: es tener un suelo firme donde pararse en medio de la tormenta, es construir nuestra casa sobre roca. Entonces, el Credo es un compromiso con la verdad. Nuestra fe es un llamado de Dios que busca nuestra respuesta, nuestra confianza en su realidad. Proclamemos pues con alegría y convicción: ¡sí creo!