Jamás imaginé, siquiera, vivir una pandemia. La palabra en si me sonaba lejana e, incluso, histórica: eventos que sucedían en la antigüedad o en lugares lejanos, como África o alguna isla de Oceanía. Sabemos que aún no termina y, con cautela, motivados por el amor, empezamos a acercarnos.
Me parecía curioso pensar que tendríamos que usar cubrebocas fashion, diseñados de acuerdo con la temporada o las celebraciones acostumbradas.
De pronto, cuando las instituciones educativas anunciaron que nuestros chicos no irían a clases, esto, tan lejano, se convirtió en una realidad. Comenzamos a tomarlo en serio algunos y, otros, a pensar que era una exageración. Los cautelosos empezamos a informarnos, a seguir las cifras y a atemorizarnos. Como una gallina, abracé a mis hijos y fui feliz de poder trabajar en casa y estar cerca de ellos, como siempre había querido y nunca me había sido posible.
Meses de encierro, con temor a salir hasta para lo más sencillo y cotidiano; mis rutinas se modificaron en función de la sanitización y los cuidados preventivos; dejé, incluso, de abrazar y besar a mis amores; la cercanía de mi núcleo familiar fue mi prioridad y gozo, pero la lejanía de mis otros amores y otros espacios fue dolorosa.
Pasamos días de las madres, del padre, cumpleaños, graduaciones, novenarios y fechas importantes sin poder compartir; descubrimos el Zoom; se abrió la posibilidad de asistir a misa, al teatro y algún concierto o boda en streaming; las reuniones fueron virtuales. Más allá del trabajo y las clases, las familias reunidas, desde diferentes continentes, comenzaron a contactarse, nos queríamos tocar; no dejar a nadie fuera del círculo, porque no sabíamos qué podría pasar.
Justo la incertidumbre y, después, el miedo inundaron los corazones. La pandemia se prolongó más allá de los tres o cuatro meses que podíamos suponer. Había que salir a trabajar; los padres y madres, en muchos hogares, salieron cada día a ganar el sustento de sus familias: apoyamos a quienes nos ayudan en casa, permitiéndoles guardarse en las suyas; aprendimos a hacer los latosos quehaceres hogareños de tiempo completo; buscamos ayudar a nuestros amigos que estaban emprendiendo negocios caseros con entregas a domicilio. Empezamos a hacer compras en línea más allá de medicinas y súper; aprovechamos las promociones en restaurantes que, cerrados, intentaban subsistir llevando a nuestros hogares sus deliciosos platillos, para mantener así el empleo de sus colaboradores.
En las oficinas, dejamos de saludarnos y tratar temas informales; al primer estornudo, las miradas desconfiadas invitaban al que mostraba algún síntoma a retirarse; en las calles, observábamos con recelo a los que no portaban cubrebocas; desconfiábamos de los que, en redes sociales, mostraban fotos en festejos o fuera de casa.
Y llegó la angustia y el insomnio: algún tío, primo o familiar de un amigo; primero con la sospecha de tener COVID, después, la invitación por chat a orar para su pronta recuperación; a los días, la solicitud apremiante porque lo habrían de intubar al día siguiente y, en los más tristes casos, la noticia del fallecimiento. Cómo nos estrujó esto el corazón, con qué aflicción nos hicimos empáticos con el dolor de nuestros conocidos. También. teníamos un tío, un primo, unos padres, un hijo, un hermano, algún ser querido en riesgo y cualquier llamada nos hacía sobresaltar, suponiendo una abrumadora noticia.
La depresión llegó a muchos hogares, a jóvenes, a madres de familia, a señores mayores. Muchas personas vivieron la pandemia en soledad, no es lo mismo vivir solo con la inmensa gama de opciones diarias para que este estado sea maravilloso; muchos matrimonios y familias se unieron, inventando actividades para convivir cansados de la tele y el celular; matrimonios y familias rotas sin un final predecible.
Al mencionar cuarentena, pienso en los 40 días que paso Jesús en el desierto; un tiempo de tentaciones y de reflexión; Él también enfrentó sus miedos y entendió su misión.
En esta cuarentena interminable, tiempo en pausa en muchos sentidos he reflexionado. Mi primer pensamiento es agradecer el regalo de la vida; entender la fragilidad humana, lo vulnerables que somos y lo que he llegado a comprender en cuanto a las pérdidas y la misión de vida. Por lo mismo, trato de disfrutar hasta lo más simple, acomodarme, buscar mi espacio y, en la medida de lo posible, como Jesús nos enseñó a hacer todo con amor; a seguir en el servicio con lo que mi granito de arena pueda contribuir.
Sigamos de la mano; ayudándonos, volteando a ver a otros y dándonos fuerzas para continuar caminando juntos. Algunos tomarán temporalmente los lugares de los que, de momento, nos sentimos espiritualmente agotados o físicamente disminuidos, otros, con ideas innovadoras y propuestas, darán nuevas opciones para continuar por rutas alternas. Se vale descansar durante el relevo, respirar hondo para renovar fuerzas; al final, como en un podio, nos subiremos a festejar la vida juntos.
Es difícil mantener la unión sin el abrazo, sin la mirada franca y directa; sin la mano en el hombro y sin el sonido cercano de la carcajada fresca de nuestros amigos. Nos hemos tenido que reinventar, aprendimos a adivinarnos con los ojos, mantengamos estas miradas próximas.
¡Somos uno y somos todos…! Tantos corazones heridos nos necesitan, tantos más por venir, tanto trabajo personal aun por realizar.
Un Nuevo Año ¡Tanto por comenzar de nuevo!
¡Gloria a Dios!